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Llamado a lo lógico

En la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, un monstruo con más de 23 millones de habitantes, donde se entremezclan literalmente cientos de autoridades de distintos niveles, millones de personas enfrentan un drama diario que no por cotidiano deja de ser escalofriante.

Todas estas personas (millones de ellas), todos los días tienen que recorrer enormes distancias, en medio de un tráfico infernal, que les consumen dos o tres horas por la mañana y dos o tres horas por la noche, tan sólo para llegar a sus lugares de trabajo.

Para ello, se ven obligados a emplear un sistema de transporte público fragmentario (es decir, no integrado), que se conforma en algunos de sus tramos por transportes viejos, desvencijados, inseguros, sucios, incómodos, insuficientes y caros.

Para estos millones de personas, el sólo hecho de llegar a su trabajo, desde su casa, constituye en sí mismo una epopeya, pues además la inseguridad pública es tal, que los asaltos en los transportes son cotidianos.

Hemos de agregar, además, otro vicio complementario que perjudica terriblemente a los usuarios: los choferes por lo general tienen que pagarle una cuota al dueño del transporte y pueden quedarse con la cantidad que exceda dicha cuota.

Esto provoca que estos energúmenos (por lo general trogloditas salvajes que no conocen el respeto), luchen de manera fiera por captar un peso más que el otro, lo que degenera en constantes roces y conatos de bronca, por no contar con que entorpecen los viajes de los usuarios, pues viajan con exceso de velocidad o exceso de calma. Y como no existe autoridad alguna que los controle, hacen literalmente lo que les da la gana, pues ¡ahi de aquel pasajero que pretenda exigirles un servicio adecuado!

Siempre van atestados, con los consiguientes conflictos con otros usuarios y no hablemos de que llueva u ocurra un accidente en el camino atiborrado, porque entonces sí, el viaje que normalmente implica dos horas, puede duplicarse, tranquilamente.

Quien tiene la fortuna de contar con un automóvil, no la pasa mucho mejor. Es cierto que va solo dentro del confortable espacio de su auto, pero eso no implica que llegue más pronto, ni mucho menos. El tráfico es tan caótico, que también le consume las mismas horas llegar. Además de que enfrente el riesgo de accidentarse, de sufrir un asalto y, por si fuera poco, enfrenta enormes gastos en combustible y estacionamiento.

Este drama millones, que se representa cada 24 horas con la Zona Metropolitana de la Ciudad de México como telón de fondo  se repite –estoy seguro– en varias de las grandes ciudades del Tercer Mundo.

Lo curioso es que su origen no se encuentra en esas ciudades; ni siquiera en los propios países, sino en la retorcida lógica de los amantes del neoliberalismo global, que han impuesto la globalización por encima de todo y de todos.

El hecho de que existan gigantescas cadenas de producción y comercialización de artículos industrializados, ha dado al traste con las economías de escala, con las economías de barrio, cuyas estructuras funcionaron en forma razonablemente eficaz durante los últimos 4 o 5 mil años en toda la humanidad.

Hasta mediados de la década de 1960, incluso aquellas que ya pintaban para ser grandes ciudades, mantenían más o menos un esquema de economía local. Nadie tenía que trasladarse grandes distancias para ir a trabajar; la densidad de población era considerablemente menor; el mercado estaba a dos o tres cuadras, la tintorería, la farmacia, el médico, la zapatería, la carnicería, la salchichonería y, en fin, los negocios que servían para el abasto y servicios diarios, distaban apenas unas cuadras.

Era impensable tener que trasladarse tres horas para ir a trabajar. Todo estaba a mano. El tejido social se mantenía, porque todos conocían a los empleados de los negocios locales o por lo menos tenían certeza de que trabajaban en tal o cual parte y la vida funcionaba razonablemente bien.

Tal vez no se manejaran los flujos de dinero que hoy, pero sin duda la calidad de vida era mucho mayor. Porque había economías de escala que funcionaban.

Pero luego vino la globalización y debido a ella, la entrada de gigantescos consorcios transnacionales que desplazaron a esos negocios y obligaron a la gente a cerrarlos, para convertirse en empleadillos de quinta de los enormes «trust» y generaron el crecimiento anárquico y desordenado de las ciudades, hasta acabar en la realidad que antes describí.

Así pues, el enemigo parece muy fácil de identificar: la globalización. ¿Qué tal que rechacemos los grandes supermercados y volvamos a la tienda de la esquina? ¿Qué si en vez de ir al odioso Wal Mart vamos al mercado sobre ruedas? ¿Por qué seguir comprando café carísimo y malo, en lugar de ir a la cafetería de la vuelta?

En fin, seguramente volveríamos a la economía local y de escala y la gente encontraría acomodo en ese esquema, para no tener que trabajar por tres pesos a decenas de kilómetros de su casa con un sufrimiento y riesgo diario innecesarios.

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Propuesta heterodoxa

Casi todos conocemos en México a una persona más o menos mayor (no necesita ser realmente un viejo), que recuerda con cariño y admiración a su viejo maestro de escuela, allá en la alejada población antes rural y hoy convertida en un remedo de ciudad, una especie de Frankenstein donde se ha roto el tejido social y ya no existe la solidaridad entre la gente.

Se contaba que el maestro era un individuo que merecía el aprecio de la comunidad, porque le abría a los niños la posibilidad del conocimiento; los llevaba por el camino desde las primeras letras, hasta los libros que recordarían –y les serían útiles– toda la vida; les ensañaba las artes de la aritmética, los rudimentos de las ciencias y el conocimiento del civismo.

Se recuerda a estos personajes, hombres y mujeres, como personas plenamente entregadas a su vocación y a su trabajo. Gente sobria en todos los sentidos, cumplida con sus horarios y sus deberes, disciplinada y disciplinante, si cabe el término.

Por lo general eran personas de vivir moderado y, aunque de ingresos modestos –o quizá menos que modestos– estos profesores se presentaban todos los días a su clase impecablemente pulcros y diario tenían bien dominada la lección, que sus estudiantes recordaban y algunos aún recuerdan.

Estos profesionales de la enseñanza, a veces se convertían en ejes articuladores del tejido social en pequeñas poblaciones y algunas ocasiones –las menos, tal vez– lo hacían también en algunas colonias populares de ámbitos urbanos.

Sólo dios sabe si los evaluaban o no y si la Secretaría de Educación Pública los presionaba o los respaldaba. Eso, para todo el mundo, era un verdadero misterio.

Pero lo importante es que estas personas fueron fundamentales para brindar auténtica instrucción y contribuir positivamente en la educación de miles de mexicanos, quienes todavía los recuerdan y les agradecen su buena ortografía; su habilidad aritmética; su buen comportamiento cívico; su hábito de la lectura.

Hoy, cuando la vida está agobiada por el vértigo y cuando la palabra «nuevo» se ha convertido en sinónimo de «bueno», tanto como «viejo» se ha convertido en sinónimo de «malo», tal vez convenga revisar qué del pasado podría ser útil.

De primera intención, a la luz de los conflictos actuales entre el magisterio y la Secretaría de Educación Pública, la primera reflexión que surge es que las cosas se han complicado demasiado, tanto en lo administrativo, como en lo laboral, e incluso en la enseñanza. Pero el hecho es que los niños de hoy, con mucha más tecnología y mucho más acelerados que los de antes, muestran bajos rendimientos en aritmética, comprensión de lectura, escritura y otras habilidades elementales de la enseñanza, donde probablemente nuestros abuelos o padres, tuvieron mejores resultados.

Quién sabe si a alguien se le hubiera ocurrido por entonces evaluar a los maestros antes descritos, pero cualquier persona que haya pasado por un aula donde había alguno de esos personajes, podría hoy día ponerle 10 de calificación como maestro, porque lo que él o ella le enseñaron, sigue con esa persona muchos años después.

Probablemente esos viejos profesores andaban todos llenos de polvo de gis y traían bajo el brazo un gran juego de escuadras, transportador y compás de madera, así como un montón de libros, a diferencia del maestro actual, que lleva una computadora.

Y aunque la tecnología con la que contaba aquel profesor, contra la que tiene el actual, puede parecer de la edad de piedra, sus resultados a veces eran mejores que los de hoy.

Por supuesto, la palabra mágica debe ser «vocación». Aquellos antiguos maestros estaban ahí porque querían estarlo y tal vez no les importaba tanto organizarse como gremio; quizá dejaban pasar por alto numerosas violaciones a sus derechos laborales; acaso carecían de interés por organizarse entre colegas. Pero sí querían que sus alumnos aprendieran y respetaban escrupulosamente las leyes, porque se sabían ejemplo de los niños frente a los que trabajaban a diario.

Tal vez eso se ha perdido tanto hoy en día, que por eso enfrentamos tantos conflictos entre maestros y autoridades.

En ese sofisma de que «viejo» y «malo» son lo mismo, tal vez no hemos querido voltear a ver cómo recuperamos la antigua vocación, sin perder los derechos. Aunque también debemos ser autocríticos y reconocer que no sólo los maestros, sino todos en general, hemos perdido de vista un hecho: con cada derecho, viene una obligación. Y hoy nos gusta exigir los unos, sin cumplir los otros.

Mientras tanto, en el otro sofisma, de que «nuevo» y «bueno» son iguales, no hemos querido tomar en cuenta esa parte buena del pasado, que logró formar a muchos mexicanos con mejor nivel de lo que se logra hoy con generaciones equivalentes.

Por muy antipopular que parezca, la propuesta heterodoxa consiste en revisar qué de lo bien hecho en el pasado puede rescatarse, para recuperar lo de hoy, evidentemente mal hecho.

 

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Desaparecemos todos

Cualquier sociedad medianamente democrática y con un estado de derecho aunque sea menos que mediano, se escandalizaría y se movilizaría toda en conjunto, al enterarse de que una persona ha sido desaparecida de manera forzada.

Si en la desaparición deliberada y por lo tanto delictiva, están involucrados policías, la preocupación sería suprema y esa sociedad se paralizaría completamente hasta que se conozca la verdad y se sepa quién fue, cómo estuvo y qué pasó con la persona. Obviamente, se exigiría la aparición con vida de esa persona, porque así como se la llevaron cuando vivía, tienen que devolverla viva…¡No hay margen de discusión!

En esa sociedad con la hipotética desaparición forzada de una sola persona, los gobernantes tendrían las horas contadas. Conforme pasaran los minutos sin que aparezca la persona sana y salva, la presión para las autoridades sería mucho mayor y llegaría el punto en el que, ante la presión social, el mal gobernante cuya desidia e incapacidad propiciaron un acto tan monstruoso, se vería forzado a renunciar.

Y quien lo sustituyera, tendría dos tareas: una inmediata y una de mediano plazo. La inmediata, claro está, sería encontrar viva a la persona desaparecida y, la segunda, de mediano plazo, sería investigar a su antecesor y descubrir por qué fue incapaz de impedir una atrocidad de esa magnitud y, en su caso, llevarlo a juicio por ello.

Sobra decir que en esa situación hipotética, la sociedad entera, todos y cada uno de sus integrantes, estarían al pendiente, porque les indignaría como si se tratara de un miembro de su propia familia y les preocuparía de manera intensa, porque todos sabrían que, si lo dejan pasar o lo ignoran, mañana sí puede ser realmente un miembro de su familia directa…acaso un hermano, un hijo, ¿qué sé yo?

Toda esa gente sentiría que si desaparece uno, podemos desaparecer todos y que si uno o varios policías estuvieron inmiscuidos en semejante brutalidad, es hora de ajustar fuerte las tuercas y revisar uno por uno a todos los policías, desde el más modesto, hasta el máximo jefe, para descubrir a la manzana podrida y sacarla de ahí, para refundirla en la cárcel con la pena más severa, por haber faltado de una manera tan asquerosa a su deber de cuidar a los ciudadanos.

La solidaridad con las víctimas, por lo tanto, sería natural y no habría ni necesidad de discutirlo. TODOS estarían perfectamente ciertos de que la causa de los familiares y amigos del desaparecido, ES la causa de todos y cada uno de los integrantes de esa sociedad, porque si hoy desaparece uno, mañana pueden desaparecer todos.

¡Inadmisible!

Pero ocurre que no, que en ésta, nuestra realidad, muchos no lo asumen así y, por el contrario, se creen invencibles, intocables.

Piensan, primero, que a los desaparecidos (¡se cuentan por miles!)  les pasó lo que les pasó porque se lo merecen o no se saben cuidar.

Después, creen que a ellos y a sus familiares nunca les va a pasar, sin darse cuenta de que la policía podrida y penetrada por la delincuencia, no respeta a nadie ni a nada

Por último, suponen con desdén que ése es un problema de pobres, ignorantes o rijosos, porque en su mente retorcida por la discriminación y el desprecio, se sienten parte de una élite a la que en realidad no pertenecen, porque la verdadera élite, los auténticamente poderosos, son un puñado que maneja las cosas de manera metalegal y a partir de una escandalosa corrupción.

Por eso, esas personas desviadas y sin alma, convocan a que los padres de los 43 de Ayotzinapa «ya superen» la pérdida de sus hijos, como si se tratara de bienes de consumo, como si a alguien se le hubiera roto por accidente el pantalón que más le acomodaba y se quejara de que nunca encontrará otro igual.

Para esos sujetos sin corazón ni conciencia, la desaparición de los seres humanos no es problema. Porque en el fondo creen que los desaparecidos no son seres humanos….o no, por lo menos, de la misma clase que ellos, aunque todos respiremos y mantengamos idénticas funciones fisiológicas.

No se dan cuenta de la descomposición social grave que estamos sufriendo y de la necesidad que nos urge como sociedad de unirnos en la indignación y en la exigencia de que esta clase de porquerías nunca vuelvan a pasar, porque precisamente hablamos de personas que tienen relación con otras personas y que son igual de importantes que cualquiera.

Pero el clasismo, la discriminación y la disparidad económica, le impiden ver a estos necios la magnitud del problema en el que estamos metidos.

¡Ojalá nunca les desaparezcan a sus hijos!

Ojalá nunca desaparezca nadie más y aparezcan vivos todos los que nos faltan.

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Libertad, libertinaje

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define libertad como: «facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos».

A su vez, define libertinaje como: «desenfreno en las obras o en las palabras».

Al comparar ambas palabras, se descubre rápidamente que la clave para diferenciarlas es la idea «responsabilidad», incluida en la primera definición y excluida de la segunda.

El propio diccionario define así la calidad de responsable de alguien: «obligado a responder de algo o por alguien».

Así pues, para seguir las propia definición del diccionario, la persona libre obra de una manera u otra, o incluso no obra, pero siempre a sabiendas de que se hará responsable de sus actos. Es decir, sabe que está «obligado a responder por algo o por alguien». En cualquier caso, ese algo o alguien es consecuencia de su acción en uno u otro sentido o de su no acción.

De manera contraria, el libertino (o sea, quien ejerce el libertinaje)  obra o habla de manera desenfrenada, como aquel caballo que se ha desbocado, que ha perdido todo sentido de control y corre sin rumbo ni gobierno a toda la velocidad que su cuerpo le permite, destruyendo en el camino todo lo que se le oponga.

Desenfreno implica la ausencia absoluta de control; una especie de caída libre sin posibilidad alguna de moderación; una forma absoluta de inercia ajena a la voluntad humana, con consecuencias –como se podrá deducir– potencialmente catastróficas.

De ahí que una sociedad que malentiende la idea de libertad y la suplanta por el ejercicio puro del libertinaje, tarde o temprano está destinada al fracaso.

Quien no conoce ambos conceptos y sobre todo desconoce la piedra de toque que implica la palabra «responsabilidad», cae fácilmente en el garlito de suponer que todo en la vida es la facultad que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra o de no obrar, según le plazca.

Pero resulta que si al concepto de libertad no le incluimos también el de responsabilidad, entonces caemos en el libertinaje, una actitud destructiva de todo tejido social.

Y va un ejemplo concreto:

Cuando era niño, si YO no hacía MI tarea, era MI problema. YO enfrentaba a MIS maestras, quienes me hacían ver claramente que YO estaba en un problema, porque había fallado, precisamente, a MI responsabilidad.

No hacer mi tarea implicaba que yo había decidido no obrar. Pero precisamente debido a ese no obrar, ahora yo estaba «obligado a responder por algo», es decir, por no haber hecho la tarea. No se necesitaba mucha inteligencia ni mucha madurez para comprender el mensaje.

Hoy, en cambio, cuando un niño no hace la tarea, quien enfrenta el problema es el padre o la madre del niño. Es a él o a ella, a quien las maestras llaman a cuentas, regañan y sermonean, cuando se trataba de una responsabilidad del hijo, no del padre.

Luego entonces, los niños hoy en día están creciendo con una clara idea de libertinaje, porque SABEN, por experiencia personal, que no hacer la tarea implica un problema para sus padres y no para ellos.

Agreguemos a la ecuación un factor complementario: los derechos.

Tanto se ha difundido la idea de que los niños tienen derechos (cosa totalmente cierta y plausible. Insisto, cierta y plausible), que se ha caído en el exceso de que muchos suponen que los derechos van solos, es decir, no implican obligaciones.

Con estos simples elementos de juicio, es fácil dilucidar el origen de la descomposición social que ha llevado a nuestro sufrido México al punto donde se encuentra actualmente.

En la hora nefasta en que la palabra «responsabilidad» salió no sólo del léxico sino –peor aún– del imaginario colectivo, comenzó a desmoronarse cualquier posibilidad de reconstruir el tejido social. O para decirlo de una forma más clara, aunque también más cruel, la eliminación del concepto de responsabilidad, fue el hilo que comenzamos a jalar para destejer todo lo que como sociedad habíamos construido a lo largo de muchos años.

Y por supuesto, ahora ya no podemos volver al modelo original, porque ni los materiales ni el tejido dan para reconstruir la prenda. Ahora, estamos obligados a tejer una nueva, pero mientras no agreguemos la palabra responsabilidad, con la garantía de que cada uno la entienda, no seremos capaces de construir un modelo viable que nos lleve a un estadio de mejor desarrollo.

Además, debemos ser capaces de convencer a todos de que la palabra derechos, lleva necesariamente aparejada la palabra responsabilidades. No se puede pensar en un sólo derecho, que no lleve consigo una responsabilidad.

Porque es muy cómodo sólo exigir derechos, pero no estar dispuesto a cumplir responsabilidades. Esa es una actitud simplista, comodina, inmadura y pueril que nos impide crecer como sociedad.

Mientras no podamos entender la libertad como la posibilidad de actuar de una manera o de otra, o de no actuar, en el entendido de que esto nos hace responsables de nuestros actos u omisiones, no tendremos la sociedad capaz de funcionar de manera eficaz como ocurre en los países desarrollados.

Esto implica a todas y cada una de las personas, desde la más modesta, a la más encumbrada y en sus respectivos ámbitos. Sólo cuando cada uno comprenda el concepto de responsabilidad, podremos darle el giro al país como se merece.

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Discurso II

Hace algunos días, al cumplirse cuatro meses de la desaparición de los 43 jóvenes normalistas de Ayotzinapa, reproduje aquí los comentarios que al respecto hicieron el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, José Narro Robles, y el presidente Enrique Peña Nieto.

Hoy toca el turno a Juan Manuel Gómez Robledo, subsecretario para Asuntos Multilaterales y Derechos Humanos de la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Hoy se presentó, al frente de una delegación mexicana, a sustentar el informe de México sobre el cumplimiento de la Convención para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, en Ginebra.

Su discurso tiene algunas líneas interesantes:

«México reconoce sin la menor ambigüedad que, a pesar de los importantes avances que existen en el país en materia de derechos humanos, seguimos enfrentando retos que debemos superar. Nuestra presencia hoy ante ustedes deriva de la obligación de rendir cuentas acerca del estado que guarda el cumplimiento de la Convención.

«Pero esta sustentación ocurre en una circunstancia particularmente dolorosa que ha generado urbi et orbi indignación y repudio, pero también determinación y contundencia para satisfacer el derecho a la verdad y a la justicia. En ese cometido están comprometidos gobierno y sociedad.

«La desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa pone de manifiesto, una vez más, que debemos seguir atendiendo los problemas asociados a la pobreza, la exclusión y la corrupción, para hacer frente al crimen organizado, y la violencia que lo acompaña y así fortalecer las capacidades del Estado en materia de seguridad y justicia.

«Cuando se juzgue y sancione a todos los responsables de estos actos de barbarie y se acredite plenamente el paradero de los desaparecidos, podremos, Estado y sociedad, pasar del dolor a la recomposición del tejido social. Y consolidar el México en paz, el México incluyente que haga realidad el estado de derecho que todos anhelamos.

«Con profundo respeto a los familiares de algunos de los estudiantes desaparecidos aquí presentes y a las organizaciones que las representan, expresamos nuestra solidaridad para con las víctimas de violaciones a los derechos humanos y a todas las víctimas del delito en México.

«México se mantiene abierto a recibir cooperación de otras instituciones internacionales (tales como la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para las Derechos Humanos; el Comité Internacional de la Cruz Roja y la Unión Europea) y de los gobiernos de los países que nos lo han ofrecido, entre los que se encuentran, a manera de ejemplo, Estados Unidos, Reino Unido, Alemania y Francia.

«A la luz de estos acontecimientos, se ha reforzado la urgencia de contar con un sistema de prevención integral que considere los contextos de criminalidad en diferentes zonas. Asimismo, se ha reforzado la importancia de redoblar nuestros esfuerzos para transformar la forma en que se conciben, reconocen y aplican los principios que deben regular la investigación ministerial, pericial y policial de la desaparición de personas para el cabal cumplimiento de los derechos humanos en México».

Este es parte del discurso (muy amplio), que el funcionario pronunció de manera formal ante un foro internacional, a nombre del Estado Mexicano este día en Ginebra.

 

 

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El Pescado

Cuando era niño había un policía de barrio a quien conocíamos como «El Pescado». El curioso sobrenombre se derivaba de nuestra errónea percepción sobre su presencia y su relación con las lluvias.

Por supuesto, el policía municipal acudía todos los días a la colonia, porque ése era su trabajo, pero sobre todo, porque tenía un interés romántico en Lupe, la doméstica de los Sariñana…por cierto, ella lo correspondía bastante, de manera que era habitual ver la patrulla estacionada a conveniente distancia de la casa, eso sí, donde ella pudiera escuchar cuando la llamaran.

Largas horas de conversación y arrumacos tenían lugar a diario, mientras que el «pareja» de este policía (nunca supe el nombre de ninguno de los dos), se dedicaba a caminar las cuadras de la colonia, con lo cual cumplía su labor de vigilancia, acaso sin proponérselo.

Pero como este abnegado guardián del orden solía ir por las mañanas, cuando nosotros estábamos en la escuela, normalmente no lo veíamos.

En cambio, en la época de vacaciones –que coincidía con la de lluvias– lo veíamos prácticamente a diario, cuando todos los vecinos salíamos a jugar largas horas, mientras él cumplía religiosamente el ritual.

Claro que a eso de las dos o tres de la tarde, cuando nos llamaban a todos a comer, ya el cielo estaba muy nublado y, al poco, comenzaba a llover. De manera que en nuestra percepción infantil, ligábamos la presencia del uniformado con el agua…de ahí el apodo.

¿Y qué relación tiene esta simple historia con nuestra realidad, 30 años después?

Muy simple: es el contraste. El contraste con lo que ocurre hoy. En esa época, una parvada de 15 o 20 escuencles de entre 6 y 15 años, podía reunirse toda la mañana a jugar a gusto en la calle, sin correr riesgo alguno, mientras un policía municipal pasaba las horas ligando con la trabajadora doméstica de uno de los vecinos y su «pareja» andaba por ahí caminando.

Nadie tenía desconfianza. Las señoras sabían que no era necesario vigilar a los niños; que no les pasaría gran cosa, como no fuera un raspón o un golpe por el exceso de emociones en el juego. Sabían que ahí estaba un policía y que éste respresentaba de alguna manera una garantía. Nadie desconfiaba de él.

Hoy en cambio, los niños no pueden estar solos en la calle jugando, porque enfrentan mil peligros que escapan a las capacidades de sus padres. Por lo tanto, es mejor no dejarlos solos.

Pero además, la presencia de un policía (cualquier policía) ya dejó de ser sinónimo de confianza, para convertirse absolutamente en lo contrario, es decir, sinónimo de desconfianza.

Todos sabemos –o por lo menos intuímos– que casi cualquier policía está ligado con delincuentes de mayor o menor peligrosidad y no confiamos en ellos. Se acabó la época en la que el policía de barrio era una parte normal del panorama. Hoy, ver una patrulla incomoda.

Y todo esto forma parte del destejido fino de la sociedad, que nos ha llevado a los índices de violencia y descomposición que vivimos. De acurdo con funcionarios de la Sedesol, violencia y pobreza no son únicamente las causas de del deterioro del tejido.

También están la desconfianza (del todo justificada), en cualquier policía. Pero también en el sistema de justicia ¡Y cómo no!, si el 98 o 99 por ciento de los delitos no se castigan; si las cárceles están llenas de pobres a quienes se les fabrican o exageran delitos; si de nada sirve presentarse al Ministerio Público, porque esa supuesta institución de buena fe, termina viendo como delincuente a la víctima.

Y también hay desconfianza en torno a los políticos. Desconfianza más que justificada por los casos de corrupción y la ineficacia manifesta de numerosos políticos; por la falta de resultados en los Congresos federal y local; por el paso indiscriminados de los políticos de un partido a otro, sin importar nada la ideología; por la actitud opaca, cerrada y sectaria de los partidos políticos; porque la gran mayoría de los ciudadanos no ve resultados positivos de la democracia.

A ello, debemos agregar la discriminación que está extraordinariamente extendida en toda la sociedad y un creciente individualismo en todos los sectores económicos y sociales, que van minando el tejido social.

Reconstruirlo, entonces, no se limita sólo a que la gente tenga trabajo, sino a que se corrijan fallas estructurales así de profundas, que nos están afectando como sociedad.

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¿Cómo llegaron ahí? II

Ayer describí una realidad terrible: Tepito, convertido en un auténtico muladar que, desde luego, la gente trabajadora y luchona del barrio no merece.

¿Cómo llegaron ahí? pregunté casi de manera retórica y al final la respuesta está, sin duda, en la fractura del tejido social. Así es como llegaron hasta ahí no sólo Tepito, convertido en algo que no debería de ser, sino otra serie de barrios en la ciudad y de ciudades en el país.

¿Cómo llegó la industriosa Monterrey a ser el escenario de crímenes sangrientos y horrendos?; ¿cómo llegó Michoacán a convertirse en tierra de nadie donde no se puede ya ni levantar una encuesta?; ¿cómo llegó Ciudad Juárez a ser la ciudad más peligrosa del país y escenario de cientos de muertes violentas, similares a un filme sangriento de Hollywood?; ¿cómo llegó Acapulco a degenerar un en clima de confrontación y delito violento horroroso?; ¿como llegó Ciudad Victoria a ser una localidad donde hasta los boleros trabajan para el narcotráfico?; ¿cómo llegó Oaxaca a convertirse en el sitio más peligroso del mundo para los centroamericanos?; ¿cómo llegó México ahí?

Desde luego la respuesta no se unívoca ni simple. Pero uno de los grandes factores se debe de buscar en la crisis del tejido social. ¿Cómo llegó México a donde está?, no es fácil decirlo, pero sin duda el deterioro del tejido social es una de las causas.

Tal vez sea más bien uno de los efectos, aunque en este caso, es un dilema similar al de la gallina y el huevo. ¿Quién fue primero: el deterioro social o la delincuencia?

Lo que sí es un hecho, es que en cuanto los vecinos dejaron de tener una relación sana, lógica, en la que unos y otros se conocían, se interesaban genuinamente por sus amigos y por lo menos sabían que quien vive en la casa más próxima se dedicaba a una actividad lógica, el país ya no funcionó igual. Y ahí está presente la delincuencia.

Cómo denunciar a un delincuente, si uno no sabe si el vecino está coludido con él, como ocurre en numerosos casos. O -peor aún- si el delincuente usa arma oficial, uniforme y placa de policía, además de contar con amigos, contactos o empleados en el Poder Judicial.

Eso lleva a otro factor: la corrupción.

Enmedio de un clima de deterioro en el tejido social, la corrupción campea, sin duda, porque aflora la debilidad de los seres humanos. Mientras las autoridades y ley se vean rebasadas, es más fácil comprar y vender favores entre particulares y con los servidores públicos, quienes pasiva o activamente, estarán alimentando al monstruo de la delincuencia y verán crecer la violencia a la par de sus ganancias.

Mientras tanto, crecen el miedo y la desconfianza, amigas ambas de la delincuencia a la que sirven para evitar que la verdad salga a la luz, o por lo menos para cubrirla mientras florece. El miedo y la desconfianza degeneran en silencio. Ahora, aunque todos sepan quién en la cuadra es el delincuente, el narcotraficante, el secuestrador, nadie osará decirlo a ninguna otra persona, poruque teme ser la próxima víctima.

Y de hecho, quienes rompen ese silencio suelen, efectivamente, ser la próxima víctima. Total, como no hay autoridad que ponga a los delincuentes en orden, éstos se ocupan de sus propios asuntos sucios con toda impunidad.

Impunidad es la  palabra clave en todo esto. ¿Cómo llegamos ahí?, con impunidad. Si para los delincuentes funcionara aquello de «el que la hace la paga», desde luego no habría delincuencia, o sería mucho menor, porque los delincuentes estarían en la cárcel y no en las calles, como ahora.

Por eso, la estrategia de confrontación que, sin pedirle permiso a nadie, emprendió el gobierno federal, sencillamente no funciona. Porque de nada sirve ponerse a los balazos con dos, cinco, diez, cien o 10 mil delincuentes, si antes  no se garantiza que no haya impunidad, corrupción de autoridades, y se reestablece el tejido social, que permita a la población dejar atrás el miedo.

¡Cómo no va a temer a la delinciencia un padre de familia con esposa y tres hijos de primaria, si ve que sus vecinos reciben gorilas armados todos los días y de vez en cuando se ve movimiento de mucha gente por las madrugadas!

¿Sería ese padre de familia tan insensato como para decir algo?;  ¿alguien de verdad cree que ese hombre será el que llame a la policía cuando vea algo similar a un secuestro en esa casa, con el riesgo de que los propios policías a los que llame estén involucrados?; ¿O será tan suicida su mujer, como para irle a contar a la señora de las verduras en el mercado de a la vuelta sobre las extrañas actividades de los empistolados?

¡Cómo no van  a tener miedo!

Claro que la gente tiene miedo y tiene razón de tenerlo.

¿Cómo llegamos ahí?, a causa de un terrible coctel, en donde autoridades de los tres niveles de gobierno fueron largamente omisas o abiertamente cómplices, en tanto la población se vio arrastrada –también un poco gracias a la falta de ciudadanía– por una situación violencia extrema o inusual, donde por supuesto todo tejido social desapareció también.

 

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