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Llamado a lo lógico

En la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, un monstruo con más de 23 millones de habitantes, donde se entremezclan literalmente cientos de autoridades de distintos niveles, millones de personas enfrentan un drama diario que no por cotidiano deja de ser escalofriante.

Todas estas personas (millones de ellas), todos los días tienen que recorrer enormes distancias, en medio de un tráfico infernal, que les consumen dos o tres horas por la mañana y dos o tres horas por la noche, tan sólo para llegar a sus lugares de trabajo.

Para ello, se ven obligados a emplear un sistema de transporte público fragmentario (es decir, no integrado), que se conforma en algunos de sus tramos por transportes viejos, desvencijados, inseguros, sucios, incómodos, insuficientes y caros.

Para estos millones de personas, el sólo hecho de llegar a su trabajo, desde su casa, constituye en sí mismo una epopeya, pues además la inseguridad pública es tal, que los asaltos en los transportes son cotidianos.

Hemos de agregar, además, otro vicio complementario que perjudica terriblemente a los usuarios: los choferes por lo general tienen que pagarle una cuota al dueño del transporte y pueden quedarse con la cantidad que exceda dicha cuota.

Esto provoca que estos energúmenos (por lo general trogloditas salvajes que no conocen el respeto), luchen de manera fiera por captar un peso más que el otro, lo que degenera en constantes roces y conatos de bronca, por no contar con que entorpecen los viajes de los usuarios, pues viajan con exceso de velocidad o exceso de calma. Y como no existe autoridad alguna que los controle, hacen literalmente lo que les da la gana, pues ¡ahi de aquel pasajero que pretenda exigirles un servicio adecuado!

Siempre van atestados, con los consiguientes conflictos con otros usuarios y no hablemos de que llueva u ocurra un accidente en el camino atiborrado, porque entonces sí, el viaje que normalmente implica dos horas, puede duplicarse, tranquilamente.

Quien tiene la fortuna de contar con un automóvil, no la pasa mucho mejor. Es cierto que va solo dentro del confortable espacio de su auto, pero eso no implica que llegue más pronto, ni mucho menos. El tráfico es tan caótico, que también le consume las mismas horas llegar. Además de que enfrente el riesgo de accidentarse, de sufrir un asalto y, por si fuera poco, enfrenta enormes gastos en combustible y estacionamiento.

Este drama millones, que se representa cada 24 horas con la Zona Metropolitana de la Ciudad de México como telón de fondo  se repite –estoy seguro– en varias de las grandes ciudades del Tercer Mundo.

Lo curioso es que su origen no se encuentra en esas ciudades; ni siquiera en los propios países, sino en la retorcida lógica de los amantes del neoliberalismo global, que han impuesto la globalización por encima de todo y de todos.

El hecho de que existan gigantescas cadenas de producción y comercialización de artículos industrializados, ha dado al traste con las economías de escala, con las economías de barrio, cuyas estructuras funcionaron en forma razonablemente eficaz durante los últimos 4 o 5 mil años en toda la humanidad.

Hasta mediados de la década de 1960, incluso aquellas que ya pintaban para ser grandes ciudades, mantenían más o menos un esquema de economía local. Nadie tenía que trasladarse grandes distancias para ir a trabajar; la densidad de población era considerablemente menor; el mercado estaba a dos o tres cuadras, la tintorería, la farmacia, el médico, la zapatería, la carnicería, la salchichonería y, en fin, los negocios que servían para el abasto y servicios diarios, distaban apenas unas cuadras.

Era impensable tener que trasladarse tres horas para ir a trabajar. Todo estaba a mano. El tejido social se mantenía, porque todos conocían a los empleados de los negocios locales o por lo menos tenían certeza de que trabajaban en tal o cual parte y la vida funcionaba razonablemente bien.

Tal vez no se manejaran los flujos de dinero que hoy, pero sin duda la calidad de vida era mucho mayor. Porque había economías de escala que funcionaban.

Pero luego vino la globalización y debido a ella, la entrada de gigantescos consorcios transnacionales que desplazaron a esos negocios y obligaron a la gente a cerrarlos, para convertirse en empleadillos de quinta de los enormes «trust» y generaron el crecimiento anárquico y desordenado de las ciudades, hasta acabar en la realidad que antes describí.

Así pues, el enemigo parece muy fácil de identificar: la globalización. ¿Qué tal que rechacemos los grandes supermercados y volvamos a la tienda de la esquina? ¿Qué si en vez de ir al odioso Wal Mart vamos al mercado sobre ruedas? ¿Por qué seguir comprando café carísimo y malo, en lugar de ir a la cafetería de la vuelta?

En fin, seguramente volveríamos a la economía local y de escala y la gente encontraría acomodo en ese esquema, para no tener que trabajar por tres pesos a decenas de kilómetros de su casa con un sufrimiento y riesgo diario innecesarios.

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