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Desaparecemos todos

Cualquier sociedad medianamente democrática y con un estado de derecho aunque sea menos que mediano, se escandalizaría y se movilizaría toda en conjunto, al enterarse de que una persona ha sido desaparecida de manera forzada.

Si en la desaparición deliberada y por lo tanto delictiva, están involucrados policías, la preocupación sería suprema y esa sociedad se paralizaría completamente hasta que se conozca la verdad y se sepa quién fue, cómo estuvo y qué pasó con la persona. Obviamente, se exigiría la aparición con vida de esa persona, porque así como se la llevaron cuando vivía, tienen que devolverla viva…¡No hay margen de discusión!

En esa sociedad con la hipotética desaparición forzada de una sola persona, los gobernantes tendrían las horas contadas. Conforme pasaran los minutos sin que aparezca la persona sana y salva, la presión para las autoridades sería mucho mayor y llegaría el punto en el que, ante la presión social, el mal gobernante cuya desidia e incapacidad propiciaron un acto tan monstruoso, se vería forzado a renunciar.

Y quien lo sustituyera, tendría dos tareas: una inmediata y una de mediano plazo. La inmediata, claro está, sería encontrar viva a la persona desaparecida y, la segunda, de mediano plazo, sería investigar a su antecesor y descubrir por qué fue incapaz de impedir una atrocidad de esa magnitud y, en su caso, llevarlo a juicio por ello.

Sobra decir que en esa situación hipotética, la sociedad entera, todos y cada uno de sus integrantes, estarían al pendiente, porque les indignaría como si se tratara de un miembro de su propia familia y les preocuparía de manera intensa, porque todos sabrían que, si lo dejan pasar o lo ignoran, mañana sí puede ser realmente un miembro de su familia directa…acaso un hermano, un hijo, ¿qué sé yo?

Toda esa gente sentiría que si desaparece uno, podemos desaparecer todos y que si uno o varios policías estuvieron inmiscuidos en semejante brutalidad, es hora de ajustar fuerte las tuercas y revisar uno por uno a todos los policías, desde el más modesto, hasta el máximo jefe, para descubrir a la manzana podrida y sacarla de ahí, para refundirla en la cárcel con la pena más severa, por haber faltado de una manera tan asquerosa a su deber de cuidar a los ciudadanos.

La solidaridad con las víctimas, por lo tanto, sería natural y no habría ni necesidad de discutirlo. TODOS estarían perfectamente ciertos de que la causa de los familiares y amigos del desaparecido, ES la causa de todos y cada uno de los integrantes de esa sociedad, porque si hoy desaparece uno, mañana pueden desaparecer todos.

¡Inadmisible!

Pero ocurre que no, que en ésta, nuestra realidad, muchos no lo asumen así y, por el contrario, se creen invencibles, intocables.

Piensan, primero, que a los desaparecidos (¡se cuentan por miles!)  les pasó lo que les pasó porque se lo merecen o no se saben cuidar.

Después, creen que a ellos y a sus familiares nunca les va a pasar, sin darse cuenta de que la policía podrida y penetrada por la delincuencia, no respeta a nadie ni a nada

Por último, suponen con desdén que ése es un problema de pobres, ignorantes o rijosos, porque en su mente retorcida por la discriminación y el desprecio, se sienten parte de una élite a la que en realidad no pertenecen, porque la verdadera élite, los auténticamente poderosos, son un puñado que maneja las cosas de manera metalegal y a partir de una escandalosa corrupción.

Por eso, esas personas desviadas y sin alma, convocan a que los padres de los 43 de Ayotzinapa «ya superen» la pérdida de sus hijos, como si se tratara de bienes de consumo, como si a alguien se le hubiera roto por accidente el pantalón que más le acomodaba y se quejara de que nunca encontrará otro igual.

Para esos sujetos sin corazón ni conciencia, la desaparición de los seres humanos no es problema. Porque en el fondo creen que los desaparecidos no son seres humanos….o no, por lo menos, de la misma clase que ellos, aunque todos respiremos y mantengamos idénticas funciones fisiológicas.

No se dan cuenta de la descomposición social grave que estamos sufriendo y de la necesidad que nos urge como sociedad de unirnos en la indignación y en la exigencia de que esta clase de porquerías nunca vuelvan a pasar, porque precisamente hablamos de personas que tienen relación con otras personas y que son igual de importantes que cualquiera.

Pero el clasismo, la discriminación y la disparidad económica, le impiden ver a estos necios la magnitud del problema en el que estamos metidos.

¡Ojalá nunca les desaparezcan a sus hijos!

Ojalá nunca desaparezca nadie más y aparezcan vivos todos los que nos faltan.

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¿Pobres…qué es eso?

En el enorme salón al fondo de un restaurante caro, muy caro, se saludan y se encuentran hombres de smoking y mujeres de vestido de coctail.

Algunas llevan abrigos de pieles auténticas, excesivos para el ambiente más bien caluroso del lugar. Pero ellas muy orgullosas de sus prendas.

Muchas lucen ostentosas joyas: pulseras, aretes, relojes, gargantillas, collares. Hasta acá se ven caros los zapatos y los pequeños bolsos de fiesta donde no caba absolutamente nada, pero ellas los llevan en la mano con estilizada coquetería.

Los caballeros lucen también ostentosos relojes y alguno lleva anteojos con armazón de oro.

Alegres y radiantes, las mujeres se saludan con un fingido beso en la mejilla que truena en el aire, a un costado de la cara de su «amiga», a quien sonríen amplia e hipócritamente, sólo para revisarla de manera feroz de pies a cabeza, en cuanto se da la media vuelta.

Con la coquetería exacta, sí le dan beso al marido de la «amiga», que es a su vez amigo de su propio marido. Son cálidas y tiernas, pero no demasiado. Han estudiado por años su papel y lo juegan magistralmente.

Ellos se saludan con afecto en su mayoría fingido, pero se dejan apapachar por la esposa ajena, ya que la propia no lo hace…o por lo menos así parece.

De la puerta para acá, hay 40 mesas para 10 personas cada una y todas atiborradas. La vajilla luce muy brillante, las copas impecables, los cubiertos pulcros, los arreglos en el centro de mesa lindos, pero no ostentosos. Apenas lo adecuado.

Cada uno de los 400 presentes ha sido elegido por dos criterios: por ser miembros de una camarilla y por haber pagado 3 mil pesos para estar ahí.

Encerrados en ese gran espacio ambientado por música de piano en vivo (el pianista aporrea el teclado como quien no fue al Conservatorio), todos se complacen a sí mismos y entre sí. Ese microcosmos no tiene problema. No hay de qué angustiarse, el país marcha sobre ruedas. Increíblemente bien.

Además, están ahí por una causa noble: ayudar a unos jóvenes (nadie sabe quiénes son, ni cómo los eligieron, ni dónde viven, qué hacen o siquiera cuántos son), a vivir lejos de las drogas.

la cena es lo de menos, lo importante es que habrá una subasta: 33 «obras de arte», que se venderán cuan caras se pueda y donde la puja es es símbolo de estatus, aunque el cuadro no diga nada, ni tenga la firma de un artista reconocido, ni valga siquiera la pena.

Ahí están los que creen que sólo ellos forman parte del país y que con el dispendio del dinero que han ganado a costa de sus amigos poderosos o tal vez gracias a negocios turbios con ellos, pueden comprar tranquilidad porque «están haciendo cosas buenas».

Les cuentan que con lo recaudado en la subasta, ayudarán a jóvenes con una liga de futbol de 120 muchachos y con letreros de aliento pintados en las bardas. ¿Cuáles bardas, qué muchachos, dónde?…¡No importa!

Que ayudarán también a jóvenes madres solteras, a quien en un taller de costura les enseñan a hacer bolsos para mujer. Tampoco se sabe nada de ellas y tampoco importa.

Alguna emperifollada con un bonito collar de perlas auténticas, dirige una sonrisa socarrona a su vecina de mesa, cuando en la pantalla muestran las bolsas que hacen esas probres mujeres a quienes se supone ayudarán con lo recaudado en la subasta.

Es la Segunda Subasta de la Fundación Juan Camilo Mouriño Terrazo. ¿Alguien sabía que existía? ¿Le rinde cuentas a alguien?, ¿A quién beneficia?, ¿Por qué se creó?,  ¿Cuándo?, ¿Cómo maneja sus recursos?, ¿Quién ha hecho donativos?, ¿Dónde están sus oficinas; las instalaciones donde opera en beneficio de la gente?, ¿Existe algún padrón de las personas a quienes supuestamente ayuda?

La Fundación la encabeza la mamá del exsecretario de Gobernación.

Juan Camilo Mouriño, la Fundación.

Juan Camilo Mouriño, la Fundación.

En ese microcosmos, no cabe ni pensar en los pobres. En 55 millones de mexicanos que no verán un plato de comida, sino sólo cada 72 horas…en el mejor de los casos. ¡Y estos se gastan un millón 200 mil pesos en una cena y sólo dios sabe cuanto en comprar cuadros horrendos!

Vaya disparidad, vaya dispendio, vaya ofensa.

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