Archivo de la etiqueta: Libertad

El bien más preciado

El bien más preciado de un ser humano es su libertad. Desde luego, la vida misma y la salud para disfrutar de ella, están casi al mismo nivel, pero sin libertad, las otras dos no se pueden disfrutar.

Por esa razón, uno de los castigos más duros que puede recibir una persona cuando comete delitos graves, es perder la libertad, si bien debemos reconocer que algunos delincuentes están ya tan perdidos en sus valores, que realmente no les importa ir a la cárcel.

Pero a los demás sí nos preocupa perder la libertad y por eso la mayoría actuamos dentro del marco de la ley.

Bajo este razonamiento, resultaría francamente incomprensible, que una persona entregue toda su libertad o parte de ella a personas u organizaciones que ni siquiera conoce.

Sin embargo, la insensatez imperante en el tiempo actual, lleva precisamente a que las personas entreguen su libertad en fracciones aparentemente intrascendentes, pero que al sumarse, forman un gran conjunto demasiado grave para ser ignorado.

Bajo la trampa de hacer las cosas más «fáciles» –signo evidente del tiempo actual– se nos vende la idea de abandonarnos a los aparatos electrónicos y numerosas «aplicaciones» o «APP´s», como se abrevia para hacerlo «más fácil».

Todas y cada una de ellas van arrancando pedacitos de libertad, no sólo porque cuentan con nuestros datos personales más sensibles, sino porque la mayoría vienen ligadas a nuestras finanzas personales y aún a los aparatos de los que dependemos cada vez más: nuestros teléfonos celulares.

Ejemplo: para «hacerle la vida más fácil» a una persona en su relación con el banco, éste le ofrece la opción de «bajar la APP» a su teléfono celular y la persona accede inconsciente de que está perdiendo su libertad e incluso está en riesgo el control del propio aparato.

«¡No es verdad!» contestará categóricamente cualquier defensor de estos sistemas, que los hay muchos entre los propios clientes, ni siquiera entre los empleados del banco. Sin embargo, es cierto porque en general, entre las preguntas que la dichosa aplicación le presenta al cliente cuando se está instalando en el teléfono destaca una a la que todos contestan «Sí», despreocupadamente.

La pregunta es: «¿permitiría que Banco X administre su teléfono». La pregunta es clara y todo el mundo la pasa por alto.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española ofrece ocho acepciones para definir el verbo administrar, que no dejan lugar a dudas. Dos de ellas se refieren a aspectos litúrgicos o médicos, dos más se refieren al ejercicio de la autoridad o cargos u oficios y por ello no viene al caso citarlas, pero las demás son clarísimas:

«Dirigir una institución; Ordenar, disponer, organizar, en especial la hacienda o los bienes; suministrar, proporcionar o distribuir algo; Guardar o dosificar el uso de algo para obtener mayor rendimiento de ello o para que produzca mejor efecto».

A pesar de la claridad en el concepto, las personas que «bajan la APP» del banco contestan que sí, con absoluta ingenuidad, ignorantes de que eso le da permiso a la institución de hacer con el teléfono de la persona (y los datos ahí guardados) básicamente lo que le venga en gana y ni forma de discutir.

Ergo, quien accede a esos términos, pierde su privacidad y por lo tanto pone en riesgo su libertad.

Otro ejemplo de alguien que promete «hacerle la vida más fácil» al cliente es el de las aplicaciones de entrega de alimentos a domicilio. Para lograr esto, la persona debe de «bajar la APP» correspondiente y registrar no sólo sus datos personales, sino los de su tarjeta de crédito y, por supuesto, proporcionar el domicilio donde vida con las personas a las que más ama en este mundo.

Sin importar lo que diga el aviso de privacidad de la aplicación (nadie lo lee, por cierto), es casi imposible exigirle a la empresa la garantía de que sus datos no se verán comprometidos, incluyendo fraudes electrónicos con la tarjeta de crédito.

Más aún, para entregar el pedido, se debe de elegir a X restaurante al que se le solicitará la comida correspondiente, el cual también tendrá los datos de la persona y por último, un repartidor a quien nadie conoce, es el encargado de llevar la comida a la puerta de la casa de la persona que, así, ha entregado tres fracciones bastante importantes de su libertad: una a la aplicación señaladas; otra al restaurante elegido y otra más (sin duda la más relevante) al repartidor que nadie conoce.

¿Qué garantía tiene la persona de que el repartidor no irá uno o dos días después a la casa de la persona solo o acompañado, a robar, secuestrar o cometer cualquier otro delito?

Y así se acumulan una cantidad enorme de trozos de libertad que las personas van entregando libremente, inconscientes que están atrapados y cualquiera puede saber las cosas más personales, como cuánto gana, cuánto dinero tiene, qué come, a qué hora, dónde vive y quiénes son sus amigos y sus seres queridos.

Es increíble la inconciencia colectiva sobre cómo vamos entregando nuestra libertad. Incluso, nuestras fotos personales que compartimos en las redes sociales, terminan siendo propiedad de la red en cuestión y las entregamos gustosamente al contestar que «sí», al aviso que nos ponen, en una de cuyas miles de cláusulas, dice claramente que todo el material que se suba deja de ser propiedad de la persona para pasar a ser propiedad de la red.

Una vez más, gustosamente entregamos la libertad de que la red use nuestra vida personal como le venga en gana.

Los defensores de estos sistemas dirán que la red prácticamente nunca hará un mal uso de esa información e incluso jamás la usará sino para dejarla ahí donde la publicamos, pero el hecho de que hayamos entregado el permiso para que sí lo haga nos deja indefensos en el improbable caso de que ocurra o, para decirlo de otro modo, entregamos nuestra libertad de disponer de tal material.

Deja un comentario

Archivado bajo Sociedad

Los sueños de Orwell

De contar con una máquina del tiempo, viajaría a numerosos sitios y épocas, no sólo para vivir la experiencia, más allá de lo que cuentan los libros, sino para para conocer a algunos personajes y hablar con ellos, a la luz de lo que ya sabemos hoy día y confrontarlo con lo que ellos vivían.

(Por cierto, este es un ejercicio de imaginación cuyo mejor momento se encuentra en las noches de insomnio. Imaginar un diálogo con algún personaje de la historia que a uno le interese por la razón que sea, es muy fructífero en el momento en que uno no puede dormir. Lo aconsejo ampliamente).

Puedo mencionar a muchos, como Leonardo Da Vinci, Alejandro Magno, Napoleón, Julio Verne, Miguel Ángel, Aristóteles, Sócrates, Atila, Nerón, Jesucristo, Pancho Villa, Emiliano Zapata, Joseph Stalin, Winston Churchill, Adolf Hitler, Cristóbal Colón, el Rey Arturo, Julio César, Cleopatra, Tutankamón, Enrique VIII…En fin, la lista es larga, probablemente infinita.

El caso es que con el conocimiento de hoy, hablar con alguien de otra época, nos ayudaría mucho a entender por qué algunas personas actuaron como lo hicieron y qué tanto tendrían sentido sus decisiones en el contexto de ese momento y esa sociedad.

Por supuesto en algunos casos confirmaríamos que había personas al parecer adecuadas a su época y probablemente sus contemporáneos los veía con suspicacia o hasta franco desagrado. Pienso por ejemplo en Julio Verne, a quien en su momento se debe haber considerado, como mínimo, como un loco, por creer que se podían hacer viajes trasatlánticos bajo el agua, o bien que un ser humano podría llegar a la luna.

Pero otros tenían talentos distintos, pero con resultados más o menos similares. En este caso, me referiré al escritor George Orwell, quien logró una obra literaria maravillosa, visionaria y presentada con apariencia de futurista, aunque en realidad fue producto de una profunda capacidad de observación y crítica política.

Su novela 1984 presenta un mundo donde el Estado ha llegado a penetrar a tal grado en la vida personal de sus ciudadanos, que les ha arrebatado la capacidad de pensar, la voluntad y, desde luego, la libertad. Personas sojuzgadas por un poder absoluto que lo ve y lo controla todo. Siniestro. Aterrador.

Orwell sólo veía lo que estaba pasando y hacia dónde iban las cosas en un mundo absolutamente real, terreno y tangible, aunque presentado como una ficción de lo que podría pasar en el futuro en alguna geografía y contexto histórico no muy definido, aunque todos sabemos (y en ese momento sabían) cuál es.

Pues bien, he aquí el ejercicio de imaginación. ¿Qué habría pasado con esta magnífica obra, si uno pudiera ir con Orwell mientras la estaba escribiendo y platicarle de otras cosas que ocurren hoy día?

Por ejemplo, podríamos explicarle que en estas fechas, todo el mundo –incluyendo niños y adolescentes- traen en sus manos una computadora sumamente poderosa, que en la inmensa mayoría de los casos es utilizada no como la increíble herramienta de transformación que puede ser, sino como un burdo instrumento de control de los pensamientos y acciones de la persona.

Imagino al escritor maravillado con la capacidad del «Gran Hermano» de hoy, de saber con precisión milimétrica, dónde exactamente está cada persona, pues el celular de cada quien se puede rastrear de manera remota y nos puede decir dónde está cada uno segundo a segundo, aunque apaguemos el endemoniado aparato y le quitemos la función de localización.

Orwell deliraría por saber que hoy en día, ya nadie es capaz de seguir las simples instrucciones que uno le puede dar al otro para llegar a su casa, como lo hacía la humanidad desde hace más de 5 mil años, porque las personas han perdido la capacidad de dar con un domicilio, si no cuentan con una aplicación en su celular para decírselo.

El «Gran Hermano» ha llegado a tal nivel de control sobre las vidas de las personas, que si alguien viene a mi casa hoy, dentro de dos semanas ya se olvidó de cómo hacerlo y es necesario volver a consultar al celular para lograrlo.

Ni qué hablar, por ejemplo, de las compras. Lejos de usar las monedas y el papel moneda,, como se hizo en los últimos 5 mil años de historia humana, ahora todos se creen «libres» porque pueden pagar con tarjetas de crédito que inclusive ya ni siquiera tienen realidad física, sino que están representadas por una aplicación en el teléfono celular.

La gente cree que esto les da posibilidades de ir y venir sin cargar el «molesto» efectivo y que es mucho más seguro, cuando lo único que tienen seguro es que así el «Gran Hermano» sabe con absoluta precisión dónde y cuándo compraron qué cosas, intimidades incluídas.

El gran ojo que vislumbró George Orwell es en realidad mucho más poderoso y su nivel de enajenación sobre la gente es mucho mayor que el de sus más delirantes sueños.

¡Qué hubiera dado este autor por contar con la certeza de que esto iba a ocurrir, cuando escribió 1984! Dialogar con él sobre estos hechos actuales, sería fabuloso. Darle esta información sería crucial para que su obra tuviera un alcance mucho mayor, un nivel de dramatismo mucho más profundo, dada la destrucción de la individualidad y la libertad de las personas esclavas ahora de un poder absoluto, omnipresente y universal, que sabe con todo detalle dónde estás, de qué humor, qué compraste, qué comes, cuándo lo haces y qué opinas sobre cualquier tema.

El siguiente grado de perversidad que Orwell fue incapaz de anticipar (hoy se daría de topes en la pared), es que el Gran Hermano ahora es mucho más cruel, insidioso y malévolo, pero mucho menos visible. La gente se cree libre, cuando la égida de este perverso personaje, es mucho más cruel y es capaz de ir más allá de la malevolencia más oscura.

La gente cree que es libre y se entrega con una docilidad irracional a todo lo que le ordenan hacer, porque se ha comprado el cuento de que «es más fácil» usar los aparatos electrónicos, que vivir como la humanidad lo ha hecho en toda su larga historia.

Los individuos que proclaman su libertad, llegan a un grado de esclavitud tal con sus aparatos, que caminan y viven agachados, indiferentes a al mundo que les rodea, incapaces de observar a quien tienen enfrente, insensibles a las tragedias humanas más graves sólo porque los controla un poder total al que se entregan voluntaria y gozosamente, sin ver que son sus marionetas.

Cómo me gustaría hablar con él, para explicarle hasta dónde podrían llegar esta idea que vislumbró hace no tantas décadas.

Deja un comentario

Archivado bajo Literatura, Sociedad

Necedad pura

Sólo porque he mantenido siempre mi compromiso personal de no emplear palabras altisonantes en este espacio,  no uso un término soez, pero increíblemente preciso para referirme a la falta de voluntad del Estado de Estados Unidos, por terminar con un problema grave que a diario causa muerte y destrucción: las venta de armas.

Mil veces lo han señalado numerosas voces, incluyendo la mía en su modesta dimensión: ¡ya basta de vender armas a cualquiera como si fueran golosinas en las tiendas!

En ejercicio del más puro sentido común, es evidente que si se le venden armas a cualquiera, sin preguntarse si tiene capacidad mental y equilibrio emocional  para asumir la responsabilidad correspondiente, el asunto tiene grandes posibilidades de terminar en tragedia.

A ello hay que sumar un contexto social en el que se le hace creer a los habitantes del país que ellos son, efectivamente, los dueños del mundo. Porque realmente se sienten dueños del mundo. El trabajo propagandístico que se ha realizado a lo largo de más de 200 años de vida como nación, ha sido sumamente eficaz y cada ciudadano estadounidense está convencido de que lo puede todo, sólo por haber nacido en aquel país.

Esto se acompaña con altas dosis de desprecio hacia el prójimo y un sistema donde se le da acceso a todo a casi cualquiera.

El resultado es un umbral de tolerancia a la frustración cercano al cero.

Los estadounidenses no están dispuestos a tolerar frustración alguna y si encima se le ponen en las manos armas de alto poder, que pueden comprar como si fueran galletitas en la tienda de la esquina, el resultado es el que vemos.

Cada semana hay tiroteos en Estados Unidos, de algún individuo con X o Y patología, que la emprende contra una multitud en cualquier parte: la calle, un supermercado, un hospital o una escuela y mata a varios con su arma de alto poder.

El panorama no puede ser más obvio, ni la solución más clara: ¡hay que prohibir la venta de armas y municiones! De lo contrario, esta clase de patologías seguirán repitiéndose indefinidamente, con resultado de cientos o miles de tragedias familiares por todas partes,.

Dicho sea de paso, nada importa que al loco de esta o la siguiente semana, un juez lo halle culpable, con el consentimiento de un jurado ciudadano y lo condene a muerte. Al sujeto nada le importa morir, pues puede estar convencido de que «hace lo correcto», incluso pensando que le ofrece un servicio a su país, no le importa morir. La pena capital tampoco resuelve nada, aunque sí envilece al Estado que la aplica.

Pero mientras haya armas disponibles para cualquiera en cualquier momento, desequilibrados como los protagonistas de los últimos mil tiroteos, seguirán haciendo de las suyas.

Resulta difícil entender tanta necedad en una sociedad.

La única explicación son los inmensos intereses económicos y la brutal maquinaria de propaganda que ha sido capaz de convencer a cada estadounidense de que el tema pasa por la libertad, cuando en realidad es un tema de comercio, poder y sentido común. No por nada Homero Simpson en alguna ocasión le contesta con amargura a su hija Lisa, quien le ha pedido que piense: «¡No. Yo no pienso; para éso están los políticos!»

 

Deja un comentario

Archivado bajo Política, Sociedad

¿Quién miente?

En su libro «Los principios de la ciencia», Eduardo Nicol nos regala esta joya: «No siempre hablan igual quienes hablan de lo mismo. Ni siempre hablan de lo mismo, quienes utilizan las mismas palabras».

Todos podemos pensar en decenas de ejemplos que ilustran estas afirmaciones, por lo demás, de aguda profundidad. Sólo a manera de ilustración, baste recordar cuántas veces apareció la palabra «libertad» en los discursos de ambos bandos durante la llamada Guerra Fría. Utilizaban la misma palabra, pero definitivamente no hablaban de lo mismo, por más que los extremos se toquen.

Es bien interesante ver cómo los políticos usan con tanta frecuencia las mismas palabras, aunque hablen de lo mismo. Más aún, cómo consiguen hacer una especie de paráfrasis de la afirmación de Nicol, porque «con mucha frecuencia hablan igual quienes hablan de lo mismo».

Lo curioso es que hablan de lo mismo, pero sólo visto de aquí para allá….¡Trataré de explicarme!

Tomemos el discurso del candidato del Partido A, a determinado puesto de elección popular. Seguro, sin ningún temor a equivocarme, puedo afirmar que en él, señalará a sus adversarios de no escuchar a los ciudadanos, de tener harta a la gente, de gobernar para unos cuantos, de fallar en la aplicación de las políticas públicas, de ser corruptos y de olvidarse de los votantes una vez alcanzado el ansiado puesto.

Pero he aquí que si tomamos el discurso del candidato del Partido B, a ese mismo puesto de elección popular, descubriremos que se trata prácticamente de una copia idéntica del mismo texto, sólo cambiando los nombres de los acusados. Y lo mismo ocurrirá, sin duda alguna, con el discurso del candidato del Partido C y del Partido D y así por el estilo.

Todos acusan al otro exactamente de lo mismo, con independencia de quién está en el gobierno y quién en la oposición. Es más, si un partido nunca ha sido gobierno, de todas formas recibirá idénticas acusaciones.

Pero claro que ningún político reconocerá haber actuado en el pasado tal como lo acusan sus adversarios, por más pruebas que se les presenten e incluso, recurrirá al viejo truco de acusar al acusador de lo mismo que lo acusan. Al fin y al cabo, hoy las campañas políticas parecen tratarse de definir quién es el menos malo, en lugar de tratar de reflejar quién es el mejor.

Sin duda la característica más inquietante de toda esta maraña, es que todas las afirmaciones son estrictamente ciertas. En efecto, los políticos no escuchan a la gente, son corruptos, se olvidan de los ciudadanos una vez obtenido el voto, tienen hartos a los ciudadanos, gobiernan para unos cuantos y fallan en la aplicación de las políticas públicas, por sólo citar algunas de sus «linduras».

Nada tiene que ver la pertenencia de cada individuo a un partido u otro, pues al fin y al cabo, en cualquier momento forman las alianzas más estrafalarias que se puedan concebir y crean coaliciones de características monstruosas, con tal de aferrarse a como dé lugar al poder.

Por eso digo que hacen estas afirmaciones de aquí para allá: porque todos los políticos son acusables de lo mismo, pero ninguno acepta que él o sus compinches, lo hayan hecho, lo hagan en la actualidad o lo harán en el futuro.

El hecho es que los asertos son absolutamente fidedignos, totalmente verificables y esencialmente apegados a la realidad. Pero todos los refieren a otras personas. De ahí la pregunta «¿quién miente?», que da título a esta entrega, porque si nos ponemos estrictos, un político que hace tales afirmaciones, en realidad no está mintiendo. Tal vez sólo le falte autocrítica.

Deja un comentario

Archivado bajo Periodismo, Política, Sociedad

La pregunta de Dante

En «La divina comedia», Dante Alighieri desciende a los más oscuros y viles círculos del infierno, guiado por el poeta Virgilio, a quien consideraba el más grande de la historia, para después pasar el purgatorio y llegar, por fin, a la gloria.

A lo largo de un tenebroso viaje, atiborrado de simbolismos medievales, su maestro y guía le enseña una y otra vez las más grotescas expresiones de la vileza humana, merecedoras todas ellas de castigos tanto insufribles como eternos, en respuesta a la bajeza con la que estos personajes se condujeron en vida.

Personajes espantosos, de maldad químicamente pura, se encargan de ejecutar con siniestra precisión los castigos más aterradores, impuestos como respuesta a pecados capitales como avaricia, pereza, gula, soberbia y lujuria. A lo largo del viaje, encuentra a numerosos personajes de la vida pública de su época, a quienes ve sometidos a los más innobles castigos, muchos de los cuales sobrepasan –por su grotesca ruindad– la más retorcida imaginación.

En medio de estos espectáculos de maldad indecible («dantescos», como se habría de acuñar posteriormente el adjetivo), el Dante le pregunta a su maestro, casi preguntándose a sí mismo: «¿por qué la mentira nos envilece tanto?»

La respuesta de Virgilio es larga y compleja, si bien la visión frente a la cual Dante hace la pregunta, no puede ser más grotesca e ilustrativa de la pérdida de la condición humana, por parte de quien miente. Evidentemente, uno de los condenados de los más bajos círculos del infierno, es quien recibe un suplicio eterno horrendo, precisamente porque pasó su vida mintiendo.

Lógicamente debe entenderse la obra de Dante en el contexto de su época, y como una texto destinada, en muy buena medida, a educar dentro de los valores católicos de primera importancia en su tiempo.

Pero la pregunta es muy pertinente, porque en verdad, los seres humanos que se pasan la vida mintiendo, experimentan al final un gran sufrimiento.

En  Juan 8:32, Jesús dice a los judíos: «conoceréis la verdad y la verdad os hará libres».

La sentencia bíblica tiene, como es obvio, carácter religioso, más que filosófico. Pero al margen de esa connotación, la pura parte filosófica tiene su potencia y es muy importante.

Efectivamente, verdad y libertad van ligadas.

Porque mentir es fácil. Una primera mentira, una mentirilla blanca, se diría, aquella que aparentemente no daña a nadie, se lanza y no tiene más consecuencia. A veces, hasta se justifica incluso con sustento, cuando, por ejemplo, se le oculta algo grave a un enfermo terminal, cuyo sufrimiento se trata de atemperar, omitiendo alguna verdad terrible. ¿Qué sentido tiene informarle algo grave a quien ya de por sí está muy grave y enfrenta para dentro de poco la muerte?

Pero cada mentira necesita de otra para sustentarse. La segunda mentira, como una especie de contenedor, tiene que ser mayor a la primera, pues de lo contrario, no la contendrá y ésta se desbordará con consecuencias negativas.

Así pues, la segunda mentira se fabrica también con facilidad y, en apariencia, todos contentos. Pero pronto se requiere una tercera mentira, para contener a los dos primeras. El recipiente, como es obvio, tiene que se mayor al anterior y comienza aquí la trampa: debe de haber congruencia entre la primera, la segunda y la tercera mentiras.

Tal vez hasta ahí las cosas vayan más o menos bien, pero cuando esto empieza a crecer las cosas se ponen más y más complicadas, porque fácilmente la persona comienza a confundirse respecto a  qué le dijo a cada cuál y a veces las historias no concuerdan, porque no pueden concordar.

Cuando eso pasa, el mentiroso se ve obligado a subir el nivel de sus mentiras. Es como echarle un segundo piso a la estructura de mentiras que se ve obligado a construir. Pero la estructura tiene a su vez que hacerse más fuerte, más grande y más compleja.

Eso demanda energía, dedicación, empeño del mentiroso, quien así pierde la energía que debería estar usando para construirse su propia vida, por estar ocupado en construir mentiras para encubrir mentiras que encubran más mentiras, mientras la verdad permanece oculta y, muchas veces, dañándolo.

Para decirlo en una palabra, el mentiroso deja de vivir su vida y se vuelve esclavo de sus propias falsedades. Eso, además de resultar muy cansado, vacía propiamente a la persona, quien pierde su propio valor y, desde luego, su libertad.

Por eso, más allá de la intención religiosa de la sentencia en Juan 8:32, es muy cierto que «la verdad os hará libres».

Sólo en el momento en que el mentiroso halla esta realidad, puede entonces detenerse en sus mentiras y romper el círculo. Mientras las mentiras aprisionan la conciencia, la verdad, por dura que sea, simplemente es y no hace falta elaborar sobre ella. Es mucho más fácil y en realidad es libre, porque nadie debe de esclavizarse por ella.

 

1 comentario

Archivado bajo Política, Sociedad, Todo

Los valores de la República

Nada ni nadie puede justificar la brutalidad cometida en París el fin de semana.

Nada ni nadie puede sostener que es Alá, quien inspira a las bestias inmundas y animales que mataron a 130 personas en una sola noche. Porque Alá y la religión musulmana, como todas las grandes religiones del mundo, pregonan la hermandad, la humildad, la caridad y la simpatía con los seres humanos. Para el Islam, como para cualquier otra religión, la vida es sagrada y es un regalo de dios, del que no puede disponer el hombre impunemente.

Dicho lo anterior, vale la pena rendir un homenaje humilde que acaso pasará inadvertido en el maremágnum de las últimas horas, a las víctimas y a sus familiares.

Ninguno de las víctimas (salvo alguna funesta casualidad acaso), tenía nada que ver con los odios y sinrazón que subyacen tras la cobardía brutal, animal, irracional, que cometieron quienes atentaron contra la gente en la Sala de Conciertos Bataclán, cerca del Estadio Nacional y en varios cafés de la Ciudad Luz.

Para los caídos y sus familias, vaya un mensaje de respeto y con-dolencia, aunque jamás llegue a sus oídos. Nadie tiene derecho a tomar vidas en esa forma y nadie tiene por qué morir de esa manera.

Prevalecen la conmoción y  la incredulidad por lo ocurrido en la ciudad más turística del mundo y acaso uno de los puntos más cosmopolitas de la tierra, donde la literatura tiene su nido; donde el arte abreva desde siempre, donde los migrantes de todos los orígenes  y colores conviven en armonía; donde la civilización occidental moderna proclamó sus más acabados productos intelectuales durante y después de La Ilustriación; el lugar al que todos quisieran parecerse.

En ese clima y todavía con los cuerpos de los difuntos tibios, la alcaldesa de París aseguró el viernes que la Ciudad Luz está de pie y, orgullosa como buena francesa, aseguró que los ataques no vulnerarán los valores de la República…(a saber: libertad, igualdad y fraternidad).

Políticamente correcto y muy acorde con la idiosincrasia francesa y, más aún, parisina, la declaración es en sí una síntesis del pensamiento Galo.

Sin embargo –y sin que eso justifique en absoluto la barbarie del viernes– bien valdría la pena preguntarse cómo practicaron los valores de la República los franceses durante los últimos dos siglos.

Durante el siglo XVIII, con todo y Revolución, los franceses comerciaron con esclavos traídos a la fuerza desde África, hasta que se cansaron. Trajeron gente de Senegal, Costa de Marfil, el Congo y otras regiones y establecieron centros de comercio de esclavos en Haití, para después llevarlos a Nueva Orleans o venderos a comerciantes españoles, ingleses (de las 13 colonias) o portugueses, que amasaron groseras fortunas a partir del trabajo esclavo.

Y si bien la Revolución Francesa llevó a nuevas ideas de justicia, sin olvidar desde luego la piedra angular de los derechos humanos que ellos mismos crearon a finales del siglo XVIII, durante el XIX y el XX, Francia practicó el colonialismo salvaje en varias partes del mundo. No el balde la francofonía se extiende por todos los continentes y no es gratuito que en África y el Medio Oriente, haya muchos quienes todavía se sienten vejados por el férreo control que ejerció París durante años, cuando ya la época colonial era historia.

Insisto: nada justifica lo ocurrido el viernes en París, pero acaso parte de la explicación se pueda hallar en las arbitrariedades cometidas en los territorios coloniales de Francia en el mundo árabe. Al fin de cuentas, a nadie le gusta ser colonia de otro.

A manera de ejemplo, lo ocurrido en México. En el siglo XIX, cuando el país se debatía aún en su joven independencia entre guerras intestinas y graves crisis económicas, un pastelero francés reclamó el apoyo de su país para exigirle indemnización al gobierno mexicano y París respondió bélicamente, en un bochornoso episodio conocido como «La Guerra de los Pasteles», obligando al final a México a pagar una cantidad inmensa de dinero que no tenía.

Y en el mismo siglo XIX, Francia impuso por la fuerza a Maximiliano (un aristócrata austriaco bueno para nada, sin corona ni futuro), como «emperador» de México, hasta que el ejército francés fue vencido de manera humillante por el general Ignacio Zaragoza, al mando de un ejército precario, pero valeroso.

Esa clase de intromisiones y colonialismo, hablan de una potencia que no reparaba en temas de derecho internacional y persistía en su creencia de que podía hacer con países «débiles» lo que le viniera en gana. Y más o menos igual se comportó en muchos países.

Es natural encontrar rencor en quienes fueron víctimas de esa situación que nada tuvo de libre, igual ni fraterna. Es posible que muchos sigan sufriendo los estragos de ese tipo de acciones  y para nadie es un misterio que el ser nacional de los franceses no sólo es orgulloso, sino arrogante.

Y claro que nada de eso justifica lo ocurrido, pero sí puede explicarlo hasta cierto punto.

Deja un comentario

Archivado bajo Economía, Educación, Literatura, Migración, Periodismo, Política, Sociedad, Turismo

Libertad, libertinaje

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define libertad como: «facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos».

A su vez, define libertinaje como: «desenfreno en las obras o en las palabras».

Al comparar ambas palabras, se descubre rápidamente que la clave para diferenciarlas es la idea «responsabilidad», incluida en la primera definición y excluida de la segunda.

El propio diccionario define así la calidad de responsable de alguien: «obligado a responder de algo o por alguien».

Así pues, para seguir las propia definición del diccionario, la persona libre obra de una manera u otra, o incluso no obra, pero siempre a sabiendas de que se hará responsable de sus actos. Es decir, sabe que está «obligado a responder por algo o por alguien». En cualquier caso, ese algo o alguien es consecuencia de su acción en uno u otro sentido o de su no acción.

De manera contraria, el libertino (o sea, quien ejerce el libertinaje)  obra o habla de manera desenfrenada, como aquel caballo que se ha desbocado, que ha perdido todo sentido de control y corre sin rumbo ni gobierno a toda la velocidad que su cuerpo le permite, destruyendo en el camino todo lo que se le oponga.

Desenfreno implica la ausencia absoluta de control; una especie de caída libre sin posibilidad alguna de moderación; una forma absoluta de inercia ajena a la voluntad humana, con consecuencias –como se podrá deducir– potencialmente catastróficas.

De ahí que una sociedad que malentiende la idea de libertad y la suplanta por el ejercicio puro del libertinaje, tarde o temprano está destinada al fracaso.

Quien no conoce ambos conceptos y sobre todo desconoce la piedra de toque que implica la palabra «responsabilidad», cae fácilmente en el garlito de suponer que todo en la vida es la facultad que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra o de no obrar, según le plazca.

Pero resulta que si al concepto de libertad no le incluimos también el de responsabilidad, entonces caemos en el libertinaje, una actitud destructiva de todo tejido social.

Y va un ejemplo concreto:

Cuando era niño, si YO no hacía MI tarea, era MI problema. YO enfrentaba a MIS maestras, quienes me hacían ver claramente que YO estaba en un problema, porque había fallado, precisamente, a MI responsabilidad.

No hacer mi tarea implicaba que yo había decidido no obrar. Pero precisamente debido a ese no obrar, ahora yo estaba «obligado a responder por algo», es decir, por no haber hecho la tarea. No se necesitaba mucha inteligencia ni mucha madurez para comprender el mensaje.

Hoy, en cambio, cuando un niño no hace la tarea, quien enfrenta el problema es el padre o la madre del niño. Es a él o a ella, a quien las maestras llaman a cuentas, regañan y sermonean, cuando se trataba de una responsabilidad del hijo, no del padre.

Luego entonces, los niños hoy en día están creciendo con una clara idea de libertinaje, porque SABEN, por experiencia personal, que no hacer la tarea implica un problema para sus padres y no para ellos.

Agreguemos a la ecuación un factor complementario: los derechos.

Tanto se ha difundido la idea de que los niños tienen derechos (cosa totalmente cierta y plausible. Insisto, cierta y plausible), que se ha caído en el exceso de que muchos suponen que los derechos van solos, es decir, no implican obligaciones.

Con estos simples elementos de juicio, es fácil dilucidar el origen de la descomposición social que ha llevado a nuestro sufrido México al punto donde se encuentra actualmente.

En la hora nefasta en que la palabra «responsabilidad» salió no sólo del léxico sino –peor aún– del imaginario colectivo, comenzó a desmoronarse cualquier posibilidad de reconstruir el tejido social. O para decirlo de una forma más clara, aunque también más cruel, la eliminación del concepto de responsabilidad, fue el hilo que comenzamos a jalar para destejer todo lo que como sociedad habíamos construido a lo largo de muchos años.

Y por supuesto, ahora ya no podemos volver al modelo original, porque ni los materiales ni el tejido dan para reconstruir la prenda. Ahora, estamos obligados a tejer una nueva, pero mientras no agreguemos la palabra responsabilidad, con la garantía de que cada uno la entienda, no seremos capaces de construir un modelo viable que nos lleve a un estadio de mejor desarrollo.

Además, debemos ser capaces de convencer a todos de que la palabra derechos, lleva necesariamente aparejada la palabra responsabilidades. No se puede pensar en un sólo derecho, que no lleve consigo una responsabilidad.

Porque es muy cómodo sólo exigir derechos, pero no estar dispuesto a cumplir responsabilidades. Esa es una actitud simplista, comodina, inmadura y pueril que nos impide crecer como sociedad.

Mientras no podamos entender la libertad como la posibilidad de actuar de una manera o de otra, o de no actuar, en el entendido de que esto nos hace responsables de nuestros actos u omisiones, no tendremos la sociedad capaz de funcionar de manera eficaz como ocurre en los países desarrollados.

Esto implica a todas y cada una de las personas, desde la más modesta, a la más encumbrada y en sus respectivos ámbitos. Sólo cuando cada uno comprenda el concepto de responsabilidad, podremos darle el giro al país como se merece.

Deja un comentario

Archivado bajo Educación, Sociedad

Historias del primer mundo

Francia, país cuna de la Ilustración, de la Declaración de los Derechos del Hombre, de la libertad, la igualdad y sobre todo, la fraternidad, se precia de ser uno de los países más civilizados del mundo.

Y si sólo fuera por ver París, nadie osaría ponerlo en duda: ¡Vaya metrópoli!

Pero no todo Francia es París y sí, ocurren algunas cosas que se contraponen estrepitosamente con los tan pregonados principios de la civilización occidental contemporánea.

Uno de esos temas es el migratorio. Cuentan quienes nacieron allá, que últimamente han ocurrido cualquier cantidad de casos lamentables, con gente, sobre todo, de Rumania.

Resulta que Rumania es ya oficialmente país miembro de la Unión Europea y como tal, sus mercancías, bienes y servicios, circulan libremente por todo Europa, como ocurre con todos los demás Estados.

Sólo que Rumania es menos igual que los demás países. Y, entonces, está permitida la circulación de casi cualquier cosa, menos de sus ciudadanos.

Los trabajadores rumanos no pueden ir a trabajar a Francia –y prácticamente a ningún otro país europeo– porque el acuerdo con Europa no lo permite.

Pero con todo y eso, la gente va a Francia a tratar de conseguirse una vida. Y entre los que más frecuentemente lo hacen, están los marginados de los marginados: los gitanos.

Gente que vive en una precariedad brutal y viaja por el continente con todas sus posesiones en carros destartalados, como cangrejos ermitaños con una concha viejísima y desvencijada.

Estas personas, van y se establecen en Francia en algún lote baldío, en condiciones de insalubridad, ausencia absoluta de higiene, sin servicios ni posibilidad alguna de ganarse la vida, hasta que el Estado  Francés, todo celoso de su deber, va y los detiene para deportarlos.

Como son tan civilizados los franceses, les arman un juicio y –conforme al debido proceso– les asignan un traductor para auxiliarlos durante el procedimiento.

El pequeño detalle estriba en un asunto que, eufemísticamente, podría denominarse «falta de pulcritud».

Con frecuencia en esos juicios lo más importante para el sistema de justicia es la rapidez y no la precisión; ninguna autoridad se toma la molestia de averiguar qué lengua hablan estas pobres personas y asignan algún traductor casi al azar. Por lo general, una persona que traduce divinamente del francés, al ruso y hasta con jerga jurídica incluida.

El punto es que los infortunados sujetos a proceso son gitanos. No hablan ruso. Aunque provienen de Rumania y entienden rumano, en realidad, tampoco hablan rumano. Peor aún: en su mayoría hablan alguna variedad del flamenco, una lengua prácticamente muerta.

Así pues, los elegantes letrados franceses, envueltos en sus muy serias togas negras, le arman proceso a los deportables, a quienes puntualmente su traductor les cuenta en ruso lo que está ocurriendo, con el obvio resultado: no entienden una palabra y al final de 45 minutos en la sala, son condenados a abandonar el país, de lo cual se aseguran el Estado Francés muy quisquillosamente.

Y qué decir, claro, de la migración africana y árabe irregular en Francia, con los barcos repletos de ilegales y la gente en unas condiciones espantosas y etcétera, etcétera, etcétera.

Es decir, esas truculentas historias de la migración sin documentos ocurren en todas partes del mundo, según se ve.

Deja un comentario

Archivado bajo Migración

«Usté» perdone, profesor

 

Lo hemos vivido, mínimo, durante los últimos 500 años. La lista de casos donde el culpable está libre y el inocente encarcelado, es tan grande como vergonzante. Y se debe a un sistema de justicia fallido, con reglas inoperantes, muchos funcionarios corruptos (algunos cuantos son gente decente, aunque por desgracia son la excepción) y una maquinaria gorda, anquilosada y muy, muy atiborrada de dinero sucio que fluye a la vista de todos…menos de quienes deberían impedirlo.

Una condición es fundamental para ir a parar en la cárcel: ser pobre. Y un agravante muy serio es ser indígena.

Los pobres no tienen forma de evitar el encierro, cuando alguien con un poquito de poder les ha echado el ojo por lo que sea. Y si el encarcelable (que no necesariamente culpable), es indígena, tanto peor. Seguro da con sus huesos al presidio.

En algunas ocasiones, al cabo de un tiempo, la pobre persona que fue encarcelada por algo que no hizo, sale libre y –el imaginario popular lo consigna claramente- en el mejor de los casos algún trajeado funcionario simplemente le dice: «¡usté disculpe!» a manera de «reparación» del daño por parte del Estado ante la injusticia cometida.

Hoy tocó el turno de escuchar semejantes palabras a Alberto Patishtán, un indígena tzotzil, maestro rural bilingüe (tzotzil-español), a quien un buen día alguien tuvo la ocurrencia de acusar del asesinato de varios policías durante una emboscada ocurrida en Chiapas en el año 2000.

¡Una patraña! El profesor no estuvo ahí el día de los hechos.

Pero no importó: era indígena, era pobre y para colmo, de la zona zapatista de Chiapas. Tenía que ser culpable.

¿Y el debido proceso? Bien, gracias. A quién le importa, si es un indígena.

¿Y la adecuada valoración de las pruebas? Bien, gracias. A quién le importa, si es pobre.

¿Y las garantías constitucionales? Bien, gracias. A quién le importa, si seguramente es zapatista.

¿Y el acceso a un traductor y a la debida defensa? Bien, gracias. A quién le importa…es solamente un indígena.

Vergonzante reconocer que todavía hay quienes en México tienen esta clase de pensamiento colonialista del siglo XVI. Un pensamiento que en el mismísimo siglo XVI avergonzó a Fray Bartolomé de las Casas. Pero es verdad. Y a muchos no les gustará escucharlo, pero es verdad. Es crudo, vil, ruin y miserable por parte de quienes piensan así y gracias a los cuales hay muchos Albertos Patishtán todavía en la cárcel.

Pero para fortuna de todos, hoy el profesor volvió a ver la luz, merced a un indulto presidencial que se produjo gracias a un reciente cambio legislativo, aprobado a instancias de organizaciones no gubernamentales que abanderaron desde el principio la causa del maestro tzotzil.

Afortunadamente, así como hay colonialistas retrógradas en México, también hay personas que comprenden la importancia de la auténtica justicia y de que los acusados tengan acceso a una adecuada defensa, sin importar sus recursos económicos ni posición social. Incluso cuando claramente sean culpables de crímenes atroces. Todos tenemos el mismo derecho a que se nos haga auténtica justicia.

Y muchas de esas organizaciones se han profesionalizado mucho y están en posición de ejercer presión y cabildeo políticos lo suficientemente importantes, como para que la Cámara de Diputados modifique el Código Penal y permita al presidente de la República conceder indulto a una persona que haya sido condenada a un crimen a partir de graves violaciones a sus derechos humanos, como fue el caso de Patishtán.

Está muy lejos de ser lo ideal, porque en principio, este profesor indígena jamás debió pisar la cárcel. Si desde un principio se hubiera hecho justicia, en lugar de echarle encima todo el aparato del Estado a este hombre,  sencillamente lo habrían liberado en cuestión de horas, ante las claras evidencias de inocencia.

Pero su condición humilde, de indígena y habitante de la zona zapatista de Chiapas, lo condenó de antemano, en combinación con gente retrógrada y discriminatoria, pero con poder. El hombre pasó 13  años preso y apenas esta mañana recobró la libertad por un crimen que jamás cometió.

Las cárceles están llenas de gente como él. De gente pobre que no puede pagar abogados con traje de seda y pañuelo en el bolsillo y el gigantesco costo de la corrupción que permite a cualquiera salir de la cárcel, siempre y cuando pueda «aceitar» a quien haya necesidad.

Las organizaciones que abrazaron esta causa desde el principio no se rindieron. Hicieron un trabajo impecable. Muy profesional. De hecho, hasta aprovecharon el «timing» político, pues el cambio legislativo que permitió el indulto del profesor chiapaneco, se aprobó apenas días después de que México se presentó con muy poco éxito al Examen Periódico Universal de Derechos Humanos, donde varias de las 176 recomendaciones, giraron en torno a mejorar los sistemas de justicia y cuidar del debido proceso, como NO ocurrió en este lamentable caso.

Nuestro hombre está enfermo, pero su espíritu, como dice él, está en paz. No guarda rencor. Cosa que los auténticos culpables de esta terrible injusticia, deberían agradecer en el alma.

Pero quien quiera sea el culpable de esta atrocidad, debería estar escuchando al monstruo del remordimiento roerle las entrañas día a día, agresiva, pero metódicamente. Con dolor, con un agudo dolor que no lo deja vivir.

 

2 comentarios

Archivado bajo Política, Sociedad

La casa del jabonero II

Me hubiera encantado publicar íntegra una nota que da a conocer hoy el portal BBC Mundo, acerca de las amenazas de muerte contra el administrador de una página de internet en Tamaulipas, donde solían publicarse denuncias ciudadanas sobre la delincuencia organizada, ya que en los medios de comunicación locales ya no se hace.

Lamentablemente, una leyenda muy clara, al final de la nota, advierte de manera muy enfática, que está prohibido del todo publicar o reproducir toda o en partes esa información, si no se cuenta con la autorización expresa por escrito de la empresa periodística.

En realidad, ante la falta de tiempo y utilidad práctica, evito la reproducción, pero únicamente retomo la parte práctica y útil del tema.

Hace unos días, en este mismo espacio, hice ver cómo los medios de comunicación son un espacio donde mantener una línea de trabajo realmente es difícil. Exige pericia, experiencia, capacidad y varias habilidades más que de manera ligera muchos subestiman.

Alguno de los amigos que me honran con el interés en este espacio, me hizo el comentario sobre la importancia de promover los medios independientes, hoy que el internet lo permite.

Y estuve reflexionando en ello durante algún tiempo, para centrar debidamente el tema, dadas las múltiples aristas.

Pero resulta que este es el ejemplo perfecto:

Primero: los medios «independientes» no se salvan de las presiones que enfrentan los medios «tradicionales», como se puede demostrar por esta información a la que aludo.

Segundo: los medios «tradicionales» también ejercen presiones, porque –como dije antes– son negocios y como tales, tienen compromisos e intereses. De ahí que exijan el permiso por escrito para reproducir total o parcialmente la información por ellos generada.

Tercerco: si bien el internet permite la libertad de que cualquiera diga lo que le vienga en gana, eso no implica que no haya gente pendiente de lo que se publica. Y eso incluye autoridades y delincuentes.

Cuarto: la «independencia» no significa estar por encima de todos en una especie de limbo donde no pasa nada. Es probable que, inclusive, se esté aún más descubierto que en los medios «tradiconales».

Quinto: vivimos como país una situación harto delicada que se debe de antender de inmediato y a fondo. Sí, con un cambio de estrategia, que debe de incluir la revisión más profunda y cuidadosa de quién, cómo, desde dónde y para qué, está utilizando la red. Porque es real que el debate entre libertad y control tiene que seguir adelante y basarse en argumentos sólidos, para que no se torne en libertinaje o totalitarismo. La línea es bien delgada.

Sexto: la palabra clave sigue siendo «responsabilidad». Mientras la realidad transucrra sin que nadie se haga responsable de lo que pasa o, peor aún, sin que los responsables de acciones negativas, que van desde presiones hasta delitos graves, respondan ante autoridades y conforme a la ley, la escalada de violencia seguirá adelante.

Séptimo: la pretendida distancia y diferencia entre medios «tradicionales» e «independientes», a veces se borra y este es un caso emblemático.

Octavo: lo verdaderamente importante es que se garantice la integridad física de TODOS los ciudadanos. Sin importar cómo utilizan las red o si están o no constituidos formalmente como medios de comunicación.

Noveno: todavía está pendiente la construcción de ciudadanía suficiente, como para que todos midamos la dimensión de estos hechos, sus implicaciones y cada quien asumamos la responsabilidad que nos corresponde.

El ejemplo es crudo y gravísimo. Pero eso no resta importancia al debate central: la libertad y la seguridad de los ciudadanos, así como el ejercicio de autoridad y la grave impunidad que prevalece.

Deja un comentario

Archivado bajo Periodismo