El bien más preciado de un ser humano es su libertad. Desde luego, la vida misma y la salud para disfrutar de ella, están casi al mismo nivel, pero sin libertad, las otras dos no se pueden disfrutar.
Por esa razón, uno de los castigos más duros que puede recibir una persona cuando comete delitos graves, es perder la libertad, si bien debemos reconocer que algunos delincuentes están ya tan perdidos en sus valores, que realmente no les importa ir a la cárcel.
Pero a los demás sí nos preocupa perder la libertad y por eso la mayoría actuamos dentro del marco de la ley.
Bajo este razonamiento, resultaría francamente incomprensible, que una persona entregue toda su libertad o parte de ella a personas u organizaciones que ni siquiera conoce.
Sin embargo, la insensatez imperante en el tiempo actual, lleva precisamente a que las personas entreguen su libertad en fracciones aparentemente intrascendentes, pero que al sumarse, forman un gran conjunto demasiado grave para ser ignorado.
Bajo la trampa de hacer las cosas más «fáciles» –signo evidente del tiempo actual– se nos vende la idea de abandonarnos a los aparatos electrónicos y numerosas «aplicaciones» o «APP´s», como se abrevia para hacerlo «más fácil».
Todas y cada una de ellas van arrancando pedacitos de libertad, no sólo porque cuentan con nuestros datos personales más sensibles, sino porque la mayoría vienen ligadas a nuestras finanzas personales y aún a los aparatos de los que dependemos cada vez más: nuestros teléfonos celulares.
Ejemplo: para «hacerle la vida más fácil» a una persona en su relación con el banco, éste le ofrece la opción de «bajar la APP» a su teléfono celular y la persona accede inconsciente de que está perdiendo su libertad e incluso está en riesgo el control del propio aparato.
«¡No es verdad!» contestará categóricamente cualquier defensor de estos sistemas, que los hay muchos entre los propios clientes, ni siquiera entre los empleados del banco. Sin embargo, es cierto porque en general, entre las preguntas que la dichosa aplicación le presenta al cliente cuando se está instalando en el teléfono destaca una a la que todos contestan «Sí», despreocupadamente.
La pregunta es: «¿permitiría que Banco X administre su teléfono». La pregunta es clara y todo el mundo la pasa por alto.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española ofrece ocho acepciones para definir el verbo administrar, que no dejan lugar a dudas. Dos de ellas se refieren a aspectos litúrgicos o médicos, dos más se refieren al ejercicio de la autoridad o cargos u oficios y por ello no viene al caso citarlas, pero las demás son clarísimas:
«Dirigir una institución; Ordenar, disponer, organizar, en especial la hacienda o los bienes; suministrar, proporcionar o distribuir algo; Guardar o dosificar el uso de algo para obtener mayor rendimiento de ello o para que produzca mejor efecto».
A pesar de la claridad en el concepto, las personas que «bajan la APP» del banco contestan que sí, con absoluta ingenuidad, ignorantes de que eso le da permiso a la institución de hacer con el teléfono de la persona (y los datos ahí guardados) básicamente lo que le venga en gana y ni forma de discutir.
Ergo, quien accede a esos términos, pierde su privacidad y por lo tanto pone en riesgo su libertad.
Otro ejemplo de alguien que promete «hacerle la vida más fácil» al cliente es el de las aplicaciones de entrega de alimentos a domicilio. Para lograr esto, la persona debe de «bajar la APP» correspondiente y registrar no sólo sus datos personales, sino los de su tarjeta de crédito y, por supuesto, proporcionar el domicilio donde vida con las personas a las que más ama en este mundo.
Sin importar lo que diga el aviso de privacidad de la aplicación (nadie lo lee, por cierto), es casi imposible exigirle a la empresa la garantía de que sus datos no se verán comprometidos, incluyendo fraudes electrónicos con la tarjeta de crédito.
Más aún, para entregar el pedido, se debe de elegir a X restaurante al que se le solicitará la comida correspondiente, el cual también tendrá los datos de la persona y por último, un repartidor a quien nadie conoce, es el encargado de llevar la comida a la puerta de la casa de la persona que, así, ha entregado tres fracciones bastante importantes de su libertad: una a la aplicación señaladas; otra al restaurante elegido y otra más (sin duda la más relevante) al repartidor que nadie conoce.
¿Qué garantía tiene la persona de que el repartidor no irá uno o dos días después a la casa de la persona solo o acompañado, a robar, secuestrar o cometer cualquier otro delito?
Y así se acumulan una cantidad enorme de trozos de libertad que las personas van entregando libremente, inconscientes que están atrapados y cualquiera puede saber las cosas más personales, como cuánto gana, cuánto dinero tiene, qué come, a qué hora, dónde vive y quiénes son sus amigos y sus seres queridos.
Es increíble la inconciencia colectiva sobre cómo vamos entregando nuestra libertad. Incluso, nuestras fotos personales que compartimos en las redes sociales, terminan siendo propiedad de la red en cuestión y las entregamos gustosamente al contestar que «sí», al aviso que nos ponen, en una de cuyas miles de cláusulas, dice claramente que todo el material que se suba deja de ser propiedad de la persona para pasar a ser propiedad de la red.
Una vez más, gustosamente entregamos la libertad de que la red use nuestra vida personal como le venga en gana.
Los defensores de estos sistemas dirán que la red prácticamente nunca hará un mal uso de esa información e incluso jamás la usará sino para dejarla ahí donde la publicamos, pero el hecho de que hayamos entregado el permiso para que sí lo haga nos deja indefensos en el improbable caso de que ocurra o, para decirlo de otro modo, entregamos nuestra libertad de disponer de tal material.