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Enfoque equivocado

Con horror, presenciamos recientemente un hecho inédito en México: un muchachito de 14 años, alumno de una secundaria privada, se levantó en plena clase y, pistola en mano, arremetió a balazos contra su maestra de 24 y cinco compañeritos más, para luego dispararse a sí mismo con la intención de suicidarse.

Los hechos ocurrieron en Monterrey, al noreste del país, una ciudad importante. La escuela privada era cara y nadie supondría que un día ocurriría un hecho de esa naturaleza ahí.

Pero ocurrió.

Como era lógico suponer, hubo cámaras que captaron la escena. La escuela, como parte de sus garantías de seguridad para con los padres, tiene instaladas cámaras de circuito cerrado en todos los salones, y así fue como desde el área de monitoreo se grabó todo.

En medio de la gran consternación y cuando las autoridades apenas salían ante los medios de comunicación a ofrecer declaraciones sobre los hechos, el video se difundió y, como la pólvora, circuló por todas las redes sociales imaginables.

En justicia, hay que decir que, por lo menos la poderosa cadena televisiva Televisa, tuvo el decoro de no difundir en sus pantallas las imágenes de un niño baleando a su maestra y a otros niños, e incluso el locutor en turno explicó que tenían el video, pero no lo difundirían por respeto a los menores de edad que en él aparecen (incluyendo las víctimas) y sus familias.

Pese a esta manera ética de actuar –también en justicia éso debe reconocerse en su dimensión– , las imágenes fueron de todos conocidas apenas unos minutos después de los hechos.

El gobernador de Nuevo León (cuya capital es Monterrey),  Jaime Rodríguez Calderón «El Bronco», ofreció unas horas después una conferencia de prensa, cuyo mensaje central fue que habría un castigo ejemplar para quien filtró las imágenes.

Es cierto, hubiese sido mucho mejor que no viéramos las imágenes, igual que hubiese sido mejor que en su momento no viéramos un millón de veces la imagen de cuando le disparan en la cabeza a Luis Donaldo Colosio o no hubiéramos visto hasta películas de cuando le disparan en la cabeza a John Fitzgerald Kennedy. Pero las vimos, lamentablemente.

Sin embargo, con todo lo malo de haber visto esas imágenes, lo verdaderamente grave no es quién las filtró, sino la razón por las que esas imágenes existen.

Lo significativo es saber qué pasó por la mente atormentada de un mocoso de 14 años, como para llevarlo a cometer semejante atrocidad. También debemos saber cómo llegó un arma de fuego a sus manos. ¿Cómo la escuela no había detectado un deterioro emocional de tal magnitud? ¿Sufría el niño de acoso escolar y los profesores no lo vieron?

¿De quién era el arma y por qué el menor tuvo acceso a ella y a una caja de municiones?  ¿Quién le enseñó a manipular la pistola? ¿De dónde y por qué se le ocurrió que asesinar gente y suicidarse sería algo ……?  (no sé cómo calificarlo).

¿Cómo estaban las cosas en su casa? Y ante esto cualquiera diría: «¡No te metas en esos terrenos; ésa es la vida privada de las personas!»

El argumento tiene un sentido: en efecto, lo que pasa en cada casa es un misterio y dentro de sus paredes ha de quedar…a menos que a raíz de ello un buen día un niño de 14 años despierte pensando en asesinar a sus compañeros y tome un arma para realizarlo, como efectivamente ocurrió.

Sí, es verdad que filtrar las imágenes no fue la mejor idea, pero lo que verdaderamente se debe investigar es qué factores llevaron a ese funesto resultado, para tomar (a tiempo) las medidas pertinentes en el resto de los estudiantes del país que puedan encontrarse hoy mismo, mientras escribo ésto, en análogas condiciones y evitar una nueva tragedia.

También se debe evitar a toda costa que un arma de fuego caiga en manos de un menor de edad. Para acabar temprano, es indispensable que haya el menor número posible de armas de fuego y que éstas sólo estén en poder de gente debidamente entrenada, que las use si (y sólo si), hay estricta e indispensable necesidad de vida o muerte.

El punto es que el tráfico de armas es de tal magnitud, que hoy en día hasta un muchachito de secundaria, en una escuela particular, puede tener acceso a una. ¡Éso es lo que importa, Bronco!, no quién filtró el video.

Y también se debe revisar el modelo de convivencia, porque claramente hay una ruptura grave del tejido social, que propicia esta clase de cosas.

A los 14 años, los muchachos normales deberían estar preocupados porque la niña que les gusta les haga caso, o porque sus mamás los dejen ir al cine solos con ellas, no por matar a nadie.

Mientras no recuperemos la lógica normal de una sociedad donde los niños sean niños y se dediquen a serlo, es poco importante que un video se filtre o no.

 

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La tentación

Poco importa que la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos señale, con toda claridad, que el país está conformado con una estructura federal. Nada importa que los estados de la República se denominen oficialmente, «estado libre y soberano de…». Y tampoco importa que el Artículo 115 establezca con toda claridad la existencia y operación del municipio libre, como estructura de gobierno primigenia y más cercana al ciudadano.

A la voz (o mejor dicho con el pretexto) de «todos somos Ayotzinapa», el presidente Enrique Peña Nieto anunció hoy un paquete de medidas para tratar de corregir, en lo posible, el casi inexistente estado de derecho en el país, incluyendo varias propuestas de reforma constitucional.

No entremos en la discusión del tiempo que van a llevar estas reformas, porque de aquí a que se aprueban y, en su caso se implementan, van a pasar meses, si no es que años, mientras se necesita con urgencia que aparezcan los 43 normalistas y se castigue a los culpables del atroz crimen cometido contra ellos.

Así pues, sin tomar en cuenta la discusión sobre la oportunidad que tendrían las medidas propuestas, un rasgo verdaderamente preocupante es el avasallamiento del federalismo.

Entre los diez puntos sugeridos por el Ejecutivo, destaca uno que habla de la pobre concepción que tienen hasta las más altas autoridades, sobre el Estado Federal y las competencias de los distintos niveles de gobierno. Consiste en que el propio presidente Peña enviará el lunes al Congreso (en lugar de hacerlo en viernes y sólo por cálculo político), una iniciativa de reforma constitucional (probablemente al Artículo 115), para que el Congreso pueda dictar la disolución de una policía municipal, allí donde resulte evidente la colusión de ésta con la delincuencia, para ser sustituida por cuerpos federales.

Otra de las propuestas, consiste en obligar a todos los estados a establecer policías estatales con mando único e incluso se prevén sanciones tanto para alcaldes como para gobernadores, que no entreguen el mando de la policía local, o que no ejerzan plenamente la labor de seguridad (en uno y otro caso), todo desde la Federación.

Es clara la intromisión del «centro» en la vida interna de los municipios, al dictar desde acá la disolución de las policías municipales penetradas por la delincuencia. Además, desde antes de nacer, el bodrio ése ya despide un intenso hedor a arma política. ¿Quién va a determinar cuándo, por qué y cómo está una policía municipal coludida por la delincuencia?; ¿no se usará también como pretexto para acabar con las carreras políticas de los alcaldes?; ¿no será que a los enemigos se les acuse de permitir que sus policías municipales se alíen con la delincuencia, para después tener pretexto de acusarlos de cualquier cantidad de otras cosas?; ¿por qué tiene que ser la Federación la que salga al «quite» para sustituir a policías locales, aplastando el principio del municipio libre?

Ahora, eso de obligar a los gobernadores a dictar leyes específicas en sus estados….¿no eran «libres y soberanos»?

Es que con eso, el control queda en manos de las autoridades federales y éstas se fortalecen mucho más, en lugar de que haya un sano equilibrio como en los países auténticamente democráticos. Se trata de una vuelta feroz al centralismo de hace 60 o 70 años, cuando todo se decidía en Palacio Nacional, en Los Pinos o, como mínimo, en Bucareli.

Cierto que la situación de los municipios todos la sabemos: carecen de capacidades institucionales no sólo para manejar la seguridad pública con honestidad, transparencia y eficacia, sino prácticamente para todos sus quehaceres porque, con excepción de algunos municipios adinerados como San Nicolás de los Garza, San Pedro Garza García, Monterrey, Toluca, Guadalajara, Zapopan o Naucalpan, la mayoría enfrentan serios problemas económicos.

Y la realidad no sólo de México, sino del mundo, es que cuando no hay dinero, los servicios públicos no operan correctamente.

Alguien podría suponer, entonces, que el argumento de Peña  para pedir que los municipios y los estados hagan tal o cual cosa es atendible, porque se basa en esa evidencia incontrovertible. Pero conociendo al país como lo conocemos y con los antecedentes de dictadores, dictadorzuelos, caudillos y autócratas de todos tamaños, da cierto escalofrío la posibilidad de fortalecer mucho más a un poder que creíamos atemperado por la democracia.

Claro que en tiempos de crisis, a todos nos tienta la idea de un poder sólido, fuerte, capaz de acabar con todos los problemas en un solo escritorio, pero de eso NO se trata la democracia. La democracia, por el contrario, se trata de que todos los poderes y en todos los niveles de gobierno, cumplan su papel con profesionalismo y rectitud.

En síntesis, todas estas medidas anunciadas hoy y que no surtirán efecto inmediato, tienen cara de una gran vuelta al autoritarismo que se suponía habíamos superado. Y ninguna de ellas garantiza que efectivamente terminen la impunidad y la violencia.

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El abismo profundo y negro

El gran José Alfredo Jiménez escribió numerosas canciones de honda desesperanza. En una titulada «Ella», asegura: «…si sus labios se abrieron/ fue pa´ decirme: ya no te quiero/ Yo sentí que mi vida/ se perdía en un abismo/ profundo y negro, como mi suerte…»

Tan sólo con reparar un poco en esta terrorífica reflexión, se puede uno imaginar la hondura de este hueco de dolor que le dejó el rompimiento. Un vacío, una soledad, una absoluta certeza de que la vida no puede continuar y no ofrece alternativa alguna: la muerte en vida.

Y así de terrible, así de profunda es la desesperanza para millones de jóvenes cuyo futuro está roto desde ahora y quienes no ven luz en absoluto. Para ellos, todo es negro, porque no ven en su escenario real ningún futuro.

Prefieren unirse a pandillas, con la esperanza de que así, participen de alguna forma en el mundo del hampa y, con suerte, en el crimen organizado para, quizá un día, llegar a ser narcotraficantes y tener dinero, mujeres y respeto.

Ese drama parece el argumento de una película lacrimógena, donde la abnegada madre mira con frustración cómo el vástago desperdició todas sus oportunidades hasta colocar su vista en el mundo de la delincuencia.

Pero desgraciadamente no es así: es simplemente la realidad.

Un agente policiaco que lleva 18 años estudiando las catacumbas del submundo de las pandillas en México, especialmente en el norte del país, participa en estos días en un seminario que ofrecen conjuntamente las autoridades de Estados Unidos (vía la Embajada) y de México en nuestro país, para capacitar a policías de México y Centroamérica en el conocimiento y manejo de las pandillas, para ayudar a desactivarlas.

Ofreció algunas explicaciones inquietantes de cómo está funcionando el asunto: los jovencitos en edad de ir a la secundaria, que son desatendidos por su entorno familiar, comienzan a recibir mensajes vía Facebook, You-Tube, Twitter y a través de las «canciones» de Hip Hop.

Los pandilleros les hacen creer que pertenecer a una pandilla les da «estatus», porque se trata ya de organizaciones transnacionales (eso último sí es cierto) y les hacen sentir pertenencia y, sobre todo, una suerte de respeto, que no es sino una versión distorsionada de ese sentimiento, como era una versión aberrante del ser humano el monstruo creado por el doctor Víctor Frankenstein en la maravillosa novela de Mary Shelly.

Las pandillas, con toda su violencia y su desenfrenada búsqueda de conflictos, se convierten en el «cobijo» de estos pobres muchachitos, reclutados para servir de «carne de cañón», con un escenario muy claro: pronto vas a terminar en la cárcel o en la tumba.

Y aún así, entran.

De ese nivel es el abismo profundo y negro con el que miran su propio futuro. Tan desesperanzados andan, que prefieren entrar a una pandilla, en lugar de vivir.

Y las pandillas son contratadas por los cárteles de las drogas para servir de proveedores de sicarios. Luego entonces, los sicarios son, en una palabra, muchachitos miembros de pandillas que tal vez andan por los 20 o 25 años de edad y llevan 10 o 12 delinquiendo.

Su labor, como empleados de los cárteles de la droga –a los que sueñan en pertenecer algún día–, consiste en defender los «territorios» e intereses de los narcotraficantes en serio. Y por supuesto, muchas veces les va la vida en ello. Pero las pandillas son proveedoras inagotables para los narcotraficantes y se conforman con un pago por sus «servicios» que, en la escala económica del negocio ilícito del narcotráfico, es como quitarle un pelo a un gato.

Son ellos, los jovencitos reclutados a los 12, 13 o 14 años, los que terminan muertos en las calles en las balaceras, totalmente perdidos, abandonados, intoxicados, llenos de tatuajes. O terminan presos y al servicio de las mismas u otras pandillas dentro de las prisiones, donde paulatinamente se van haciendo viejos o terminan, a su vez, muertos, porque en la práctica, nunca han visto otra cosa que violencia y muerte.

En esas condiciones están miles o cientos de miles de jovencitos en México, en Tijuana, Ciudad Juárez, Matamoros, Nuevo Laredo, Monterrey, Reynosa, Nogales, en fin, en toda la frontera y en otras partes del país, porque se ha perdido el tejido social para darles soporte, aliento y alternativas.

Así de oscuro, así de profundo está el abismo.

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Confusión

¡Ya no entiendo nada!

A ver:

Se supone que Jesucristo, durante el interrogatorio de Poncio Pilatos, dejó bien claro un concepto: «Mi reino no es de este mundo».

También se supone que Jesucristo, crucificado al término de conocido martirio, murió y fue sepultado. Pero después resucitó, para luego subir al cielo y  (para este momento) «está sentado a la derecha del padre».

En el desarrollo de la misa, queda también muy claro que un día descenderá nuevamente y su reino no tendrá fin.

En todo caso es claro: por el momento, Jesucristo NO está entre nosotros, al menos no físicamente como lo estuvo durante la época referida en los Evangelios.

Es decir, NO se trata de una persona de carne y hueso como cualquiera de nostros, simples mortales.

Por lo tanto, Jesucristo NO puede participar en actos cívicos, como si fuera una persona más, por mucha convicción de sus devotos y a despecho de su sentimiento de algunos, en el sentido de que su presencia se «siente» en el ambiente.

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Por otro lado, los gobernantes que asumen cargos públicos por elección popular en México, se comprometen ante el Congreso de la Unión –o el Congreso de su respectivo estado, en tratándose de gobernadores y alcaldes– a «Cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanen y si así no lo hicieren, que la Nación (o el pueblo del estado o municipio respectivo), me lo demanden».

Es decir, los gobernantes son la autoridad máxima en su respectiva esfera de competencia, desde el municipio, hasta el país.

Se supone también que ejercen el Poder Ejecutivo, mientras los legisladores hacen lo propio con el Legislativo y los jueces con el Judicial. O sea, hay plena división de poderes y queda claro quién se encarga de cada cosa.

Concretamente, quien ejerce el Poder Ejecutivo es un funcionario público llegado al cargo por elección popular y en quien se deposita –legalmente hablando– ese poder por un periodo determinado.

De ahí se sigue que una presidenta muncipal, o alcaldesa, es quien manda en el municipio que gobierna en virtud del mandato conferido por el voto popular.

Clarísimo.

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Pero aquí es donde me pierdo.

Circula por ahí un video perturbador: una agraciada dama, quien luce un vestido floreado, habla ante un micrófono, en un acto público –aparentemente en un parque– mientras sostiene en sus manos una placa y repetidamente mira al cielo durante su breve intervención.

Visto así, sin sonido, la escena es perfectamente normal, aunque parece raro tanta insistencia en mirar al cielo. Nada del otro mundo.

Lo perturbador aparece cuando se le incorpora el sonido al video.

La dama lee un pequeño texto, que a continuación transcribo:

«Y yo, Margarita Alicia Arellanes Cervantes, entrego la ciudad de Monterrey, Nuevo León, a nuestro señor Jesucristo, para que su reino de paz y bendición sea establecido. Abro las puertas de este municipio a Dios como la máxima autoridad.  Reconozco que sin su presencia y su ayuda no podemos tener un éxito real».

Lo grave, perturbador, confuso e incomprensible del asunto es que la señora Margarita Alicia ostenta el cargo de Presidenta Municipal (o Alcaldesa), de la segunda ciudad más importante de México.

Cargo que le confirió el pueblo de Monterrey al votar por ella, precisamente, para ejercer la autoridad máxima de la ciudad.

Y luego viene ella a entregarle las llaves de la ciudad a Jesucristo (cosa un poquitín difícil), para que éste le abra las puertas a dios, quien ha de suplantarla a ella como «máxima autoridad».

Lo dicho: yo ya no entiendo nada.

Hasta donde yo me quedé, la gente votó por ella para Alcaldesa y, por lo tanto, máxima autoridad en Monterrey; no por dios. Lo que es más, puedo asegurar sin temor a equivocarme, que dios no aparecía en las boletas de votación, no hizo campaña electoral, no participó en ningún acto público para obtener el voto.

¿Por qué de pronto ella deja el cargo tácitamente y se lo entrega a dios? ¿Y cómo lo hace si ni el de Jesucristo, ni mucho menos el de dios, es un reino de este mundo? ¿Para qué querría dios ser la máxima autoridad en Monterrey, a través de un acto de dimisión implícita, cuando de acuerdo con la fe católica, es El Todopoderoso por excelencia?

¿Cómo se supone que le entregaría las llaves de la ciudad a Jesucristo, si éste está sentado a la derecha del padre y aún no vuelve para establecer el reino que no tendrá fin? ¿Acaso la señora tiene información privilegiada y se está adelantando a la inevitable?

Insisto: ya no entiendo nada.

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El sapo y la pedrada

De sapos y pedradas.

Un principio tan sabio, sólo podía ser de dominio público: «según el sapo, es la pedrada».

Se trata de un principio de explicación simple, aplicación generalizada y sabiduría profunda.

Sólo que las excepciones existen y deben aplicarse.

Tal es el caso de ese tortuoso asunto de la deuda pública de los municipios, que está creciendo y más temprano que tarde, reventará en una gran bronca pública.

El doctor José Luis Gallegos de la Cruz, especialista en estudios económicos del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (Estado de México), señaló hoy en un artículo del problema, que en parte se explica por  la falta de eficacia en el manejo de las finanzas públicas de los municipios.

Es verdad: se trata de un problema serio, que también influye en esta complicada cuestión.

Pero no debemos perder de vista que el principio de «según el sapo es la pedrada», se aplica a rajatabla en el caso de los ayuntamientos y, como decía mi mamá «ahí es donde la puerquita torció el rabo».

Resulta que las participaciones se reparten tomando en cuenta varios factores, entre ellos la población de los municipios.

Esto supone, en muchos casos, que los municipios más poblados tienen acceso a más recursos…y en el papel suena lógico. Es el principio del sapo y la pedrada. A mayor cantidad de ciudadanos, más necesidades de servicios y, por lo tanto, de dinero.

Pero en la vida real, los municipios menos poblados suelen ser, también, los más pobres, de manera que, su escasa población, sólo justifica pobres recursos, lo cual alimenta su círculo vicioso de débilidad institucional y baja recaudación.

Además, al encontrarse en lugares muchas veces marginados, los municipios menos poblados enfrentan necesidades mayores de recursos para proveer servicios por varios factores, incluyendo la dispersión de las comunidades.

En otras palabras, los municipios menos poblados, que por lo general son los más pobres, necesitan más dinero, pero reciben menos porque tienen pocos habitantes.

Así pues, un municipio cualquiera de la Montaña de Guerrero, recibirá una cantidad  irrisoria en comparación con municipios ricos, como Monterrey, Naucalpan, Toluca o Tlalnepantla, por mencionar algunos.

Sólo que proveer servicios en los municipios ricos es más fácil, porque la infraestructura ya existe, hay manera de cobrar por los servicios y se cuenta con bastante fortaleza institucional para operar no sólo la parte financiera, sino la administrativa y operativa.

Cuanto más pequeño el municipio, más difícil será enfrentar el reto de la deuda millonaria. Más aún, cuando los municipios no podrán acudir al gobierno federal (el secretario de Hacienda ya anunció que no habrá rescates) y los gobiernos estatales están igual o más endeudados.

Sólo a manera de muestra: en Jalisco, el gobierno del estado (ya de por sí gravemente endeudado) le tuvo que adelantar a algunos municipios en diciembre pasado dinero del presupuesto de 2013, para que terminaran de pagar sus obligaciones laborales (aguinaldos) de 2012…y «ahí luego vemos».

Pero prácticamente están quebrados.

El problema es que el esquema de municipio libre está mostrando su debilidad, porque no se puede ser libre, mientras no se tienen recursos.

De paso, esto muestra una paradoja más: ¿qué se hace con un municipio: se le niega el financiamiento para construir –digamos– un sistema de agua potable porque se sabe de antemano que no pagará, dejando sin ese básico servicio a la población? ¿O en aras de la salud financiera se le niega el derecho a la gente?

Menudo conflicto.

El tema es que pronto, muy pronto, esta bomba va a estallar y las cosas se van a poner muy complicadas para todo el país.

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¿Qué será peor?

¿Qué es peor: un cínico o un torpe?

En primera instancia, cualquiera diría que el torpe, porque al menos el cínico se da cuenta de sus propias trapacerías y las hace con conocimiento de causa, pero sin escrúpulos.

El torpe, en cambio, puede creer hasta de buena fe, que está haciendo las cosas bien y defender sus acciones con denuedo, sin siquiera imaginar un posible error.

Sea como fuere, cualquiera de los dos es peligroso, si se trata de un funcionario público. Y cuanto más delicada la función que le toque, tanto más preocupante que sea cualquiera de las dos cosas.

Y esa es precisamente la pregunta que surge, cuando se presentan alegremente cifras sobre delitos tan graves como el homicidio y el secuestro.

El secretario técnico del Sistema Nacional de Seguridad Pública, Óscar Vega Marín, presentó hoy muy confiado –hasta emocionado, se diría– las cifras sobre esos dos delitos en el último trimestre, registrados en todo el país.

Y se ufana de presentar cifras de disminución de incidencia de ambos ilícitos. Que el primero cayó 10 por ciento en abril de este año, respecto a abril del año pasado. El segundo, en seis por ciento en el mismo comparativo.

¡Ay, qué bueno!

Sí, pero no es posible alegrarse de cifras a la baja, cuando en el mes de abril de este año (de acuerdo con esas mismas mediciones), 185 mexicanos fueron secuestrados.

¿Será posible que estos ínclitos funcionarios tengan capacidad para imaginarse el drama que significa para una familia  sufrir el secuestro de alguno de sus miembros?

¿Acaso estos buenos funcionarios públicos habrán pensado alguna vez en la magnitud de la herida emocional que significa escuchar por el teléfono una llamada de un sujeto diciendo que tienen secuestrado a un hijo, un hermano, un papá, una mamá, una hija?

¿Estos dedicados siervos de los ciudadanos tendrán idea de la angustia, la enfermedad, el conflicto, las dificultades para conseguir el dinero exigido a cambio de la libertad y/o la integridad física de un familiar directo?

¿De los 185 mexicanos secuestrados en el mes de abril, cuántos habrán recobrado ya su libertad y a cambio de cuánto dinero? ¿Están físicamente intactos?….porque moralmente no.

¿Cuántos de los secuestradores responsables de estos hechos están en la cárcel?

¡Y luego vienen a decir alegremente que bajó 10 por ciento el índice de secuestros!

¡Qué cinismo o qué torpeza!

Pero son aún más graves las cifras de homicidio doloso.

Ahí está el funcionario envuelto en su traje de marca, ufanándose de que en abril el núemro de homicidios disminuyó en 6 por ciento respecto al mismo mes del año pasado.

Sí, sólo que en abril de este año, mil 781 mexicanos fueron asesinados. Y debemos recordar que en el tobogán de la violencia al que nos arrojó este gobierno sin pedirle permiso a nadie, algunos de esos homicidios fueron verdaderamente brutales, bestiales, inmundos.

Cómo podrán entender estas cifras los padres de un jovencito metido a sicario a sus espaldas, que fue asesinado en abril en Ciudad Juárez, en Torreón, en Monterrey, en Culiacán, en Tijuana, en Morelia, en cualquiera de las plazas controladas por la delincuencia.

¿Le sirve de algo a cada una de esas mil 781 familias, escuchar la buena nueva de que ya bajó el índice de homicidios dolosos?

¿El dolor de ver a un familiar asesinado brutalmente se quita porque la estadística dice que vamos «bien»?

No.

¡Y luego vienen a decir alegremente que bajó 6 por ciento el índice de homicidios dolosos!

¡Qué cinismo o qué torpeza!

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¿Cómo llegaron ahí? II

Ayer describí una realidad terrible: Tepito, convertido en un auténtico muladar que, desde luego, la gente trabajadora y luchona del barrio no merece.

¿Cómo llegaron ahí? pregunté casi de manera retórica y al final la respuesta está, sin duda, en la fractura del tejido social. Así es como llegaron hasta ahí no sólo Tepito, convertido en algo que no debería de ser, sino otra serie de barrios en la ciudad y de ciudades en el país.

¿Cómo llegó la industriosa Monterrey a ser el escenario de crímenes sangrientos y horrendos?; ¿cómo llegó Michoacán a convertirse en tierra de nadie donde no se puede ya ni levantar una encuesta?; ¿cómo llegó Ciudad Juárez a ser la ciudad más peligrosa del país y escenario de cientos de muertes violentas, similares a un filme sangriento de Hollywood?; ¿cómo llegó Acapulco a degenerar un en clima de confrontación y delito violento horroroso?; ¿como llegó Ciudad Victoria a ser una localidad donde hasta los boleros trabajan para el narcotráfico?; ¿cómo llegó Oaxaca a convertirse en el sitio más peligroso del mundo para los centroamericanos?; ¿cómo llegó México ahí?

Desde luego la respuesta no se unívoca ni simple. Pero uno de los grandes factores se debe de buscar en la crisis del tejido social. ¿Cómo llegó México a donde está?, no es fácil decirlo, pero sin duda el deterioro del tejido social es una de las causas.

Tal vez sea más bien uno de los efectos, aunque en este caso, es un dilema similar al de la gallina y el huevo. ¿Quién fue primero: el deterioro social o la delincuencia?

Lo que sí es un hecho, es que en cuanto los vecinos dejaron de tener una relación sana, lógica, en la que unos y otros se conocían, se interesaban genuinamente por sus amigos y por lo menos sabían que quien vive en la casa más próxima se dedicaba a una actividad lógica, el país ya no funcionó igual. Y ahí está presente la delincuencia.

Cómo denunciar a un delincuente, si uno no sabe si el vecino está coludido con él, como ocurre en numerosos casos. O -peor aún- si el delincuente usa arma oficial, uniforme y placa de policía, además de contar con amigos, contactos o empleados en el Poder Judicial.

Eso lleva a otro factor: la corrupción.

Enmedio de un clima de deterioro en el tejido social, la corrupción campea, sin duda, porque aflora la debilidad de los seres humanos. Mientras las autoridades y ley se vean rebasadas, es más fácil comprar y vender favores entre particulares y con los servidores públicos, quienes pasiva o activamente, estarán alimentando al monstruo de la delincuencia y verán crecer la violencia a la par de sus ganancias.

Mientras tanto, crecen el miedo y la desconfianza, amigas ambas de la delincuencia a la que sirven para evitar que la verdad salga a la luz, o por lo menos para cubrirla mientras florece. El miedo y la desconfianza degeneran en silencio. Ahora, aunque todos sepan quién en la cuadra es el delincuente, el narcotraficante, el secuestrador, nadie osará decirlo a ninguna otra persona, poruque teme ser la próxima víctima.

Y de hecho, quienes rompen ese silencio suelen, efectivamente, ser la próxima víctima. Total, como no hay autoridad que ponga a los delincuentes en orden, éstos se ocupan de sus propios asuntos sucios con toda impunidad.

Impunidad es la  palabra clave en todo esto. ¿Cómo llegamos ahí?, con impunidad. Si para los delincuentes funcionara aquello de «el que la hace la paga», desde luego no habría delincuencia, o sería mucho menor, porque los delincuentes estarían en la cárcel y no en las calles, como ahora.

Por eso, la estrategia de confrontación que, sin pedirle permiso a nadie, emprendió el gobierno federal, sencillamente no funciona. Porque de nada sirve ponerse a los balazos con dos, cinco, diez, cien o 10 mil delincuentes, si antes  no se garantiza que no haya impunidad, corrupción de autoridades, y se reestablece el tejido social, que permita a la población dejar atrás el miedo.

¡Cómo no va a temer a la delinciencia un padre de familia con esposa y tres hijos de primaria, si ve que sus vecinos reciben gorilas armados todos los días y de vez en cuando se ve movimiento de mucha gente por las madrugadas!

¿Sería ese padre de familia tan insensato como para decir algo?;  ¿alguien de verdad cree que ese hombre será el que llame a la policía cuando vea algo similar a un secuestro en esa casa, con el riesgo de que los propios policías a los que llame estén involucrados?; ¿O será tan suicida su mujer, como para irle a contar a la señora de las verduras en el mercado de a la vuelta sobre las extrañas actividades de los empistolados?

¡Cómo no van  a tener miedo!

Claro que la gente tiene miedo y tiene razón de tenerlo.

¿Cómo llegamos ahí?, a causa de un terrible coctel, en donde autoridades de los tres niveles de gobierno fueron largamente omisas o abiertamente cómplices, en tanto la población se vio arrastrada –también un poco gracias a la falta de ciudadanía– por una situación violencia extrema o inusual, donde por supuesto todo tejido social desapareció también.

 

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