A lo largo de casi 27 años de carrera periodística, he acudido a cientos de eventos relacionados con la lucha de las mujeres por lograr equidad en la sociedad.
Resulta vergonzante tener que reconocer las carencias que, aún en pleno siglo XXI, seguimos enfrentando como país en lo que hace a la lucha por garantizar el respeto a ellas.
Muchas políticas públicas (algunas de ellas exitosas, otras no tanto), se han puesto en marcha en los niveles locales y federal e incluso, se han impuesto prácticas en mi opinión enteramente inútiles y por demás ridículas.
Se han creado instituciones públicas, se ha destinado cuantioso presupuesto y se busca a toda costa la igualdad.
Y ahí está, justamente, la trampa retórica:
Hombres y mujeres somos diferentes. Es la diferencia de géneros lo que hace la verdadera riqueza de una sociedad. No se trata de que las mujeres y los hombres seamos iguales, porque eso sencillamente no puede ser. Somos distintos y distintos debemos quedarnos.
Igualdad es una palabra que suena a unanimidad engañosa. Igualdad suena a imposición de condiciones por encima e incluso contra la realidad. Igualdad parece referir a un mundo prefabricado y perfecto no humano. Quienes quieren la igualdad, pasan por alto que hombres y mujeres tentemos habilidades y carencias complementarias que no hacen más capaz a un género sobre el otro, sino precisamente, justifican la tendencia natural a formar proyectos de vida compartidos, sabiendo que cada quién ha de poner su parte.
Cosa muy distinta es exigir el pleno goce de derechos para cualquier ciudadano, sin importar a cuál género pertenece. Ese es otro asunto.
Quienes luchan por la igualdad, suelen presentar a las mujeres como víctimas de una sociedad machista, sin oportunidades, sin posibilidades para que ellas salgan adelante y donde su género les impide, por el sólo hecho de ser mujeres, acceder a mejores condiciones de vida.
Como toda visión maniquea, ésta tampoco es real. Es cierto. Un número enorme e inaceptable de mujeres vive en esas condiciones. Alarmantes cifras de ellas viven violencia dentro y fuera de casa, presiones de todo tipo, acoso sexual, sometimiento, humillaciones, ganan menos que los hombres y trabajan más y, en fin, sufren por el solo hecho de haber nacido mujeres.
La buena noticia es que ésto no se puede generalizar. También hay muchas que son exitosas y ejercen a cabalidad sus derechos y no permiten que nadie las sobaje o les regatee los méritos. Algunas incluso mandan y su voz no sólo es respetada, sino temida. Algunas son hasta tiranas y también hay quienes no sólo no son víctimas, sino victimarias y malas personas.
Así pues, la lucha por la igualdad padece, también, de cierta visión maniquea que coloca a TODAS, como víctimas inocentes y de pureza espiritual absoluta, frente aun mundo de puros machos infames….lo cual tampoco es cierto.
Y se busca ser iguales a los hombres.
Estoy consciente de que estas opiniones pueden ser controvertidas, si bien no es mi intención polemizar con nadie.
Pero acaso una visión renovada y algo distinta ayudaría a cambiar de enfoque el problema y solucionarlo mejor.
Podríamos intentar un cambio en la idea de igualdad, para sustituirla por equidad, entendiendo equidad como el pleno y absoluto goce de todos los derechos por todas las personas (no hablemos ya de género).
Un ejemplo:
Hoy la secretaria de Relaciones Exteriores, Claudia Ruiz Massieu, participó en un evento conmemorativo del Día Internacional de Lucha contra la Violencia hacia las Mujeres.
El planteamiento que ahí presentó (frente a un auditorio abrumadoramente femenino) va en ese sentido. Dijo que la equidad no sólo es un tema de derechos o de justicia, sino de sentido común.
Aseguró que se trata de crear una nueva cultura, con una normalidad diferente, donde nadie se sorprenda de ver a una mujer canciller, o una mujer empresaria o incluso a alguna que haya optado por desarrollar su vida profesional y en lugar de formar una familia.
Debemos llegar a un momento en donde no importe si es hombre o mujer quien dirige tal o cual institución (incluyendo el Instituto Nacional de las Mujeres, o la Comisión de Equidad de Género del Congreso, por ejemplo) , porque será normal tener ahí a una persona –hombre o mujer– que por sus capacidades pueda hacerlo y, sobre todo, que nadie se sorprenda de ello.
Es decir, se trata de que sean las capacidades, y no el género, lo que defina el desarrollo profesional de las personas. A eso se llega, cuando se ha conseguido el pleno goce de los derechos para todos.
Cierto que se deben corregir desigualdades que existen y lastiman a un sector de la población. Ése es precisamente el reto de la sociedad y los gobiernos a través de la creación y operación de políticas públicas. Y ya llegados a ese punto, dejar de luchar por una igualdad y en cambio acostumbrarnos a vivir en una equidad, donde sean las capacidades de cada quien las que definan el desarrollo, sin pelearnos y en armonía, entendiendo que hombres y mujeres somos distintos por naturaleza, pero complementarios, también por naturaleza.