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De borrachos y cantineros

Dice el dicho que no es igual ser borracho que cantinero. En efecto, ambos personajes comparten el mismo escenario e idénticos momentos, pero cada uno lo vive de distinta forma, porque el primero (el bebedor), va a la cantina precisamente a beber por las más diversas razones, mientras el otro (el que atiende), está ejerciendo un trabajo por el que le pagan.

Mientras el borracho sólo se ocupa de pedir bebidas, ingerirlas y en su caso contarle su drama al cantinero, éste debe de escuchar, aconsejar, gobernar el lugar, cobrar (lo cual es muy difícil cuando el de otro está ebrio) y mantener el control de lo que ocurre frente y detrás de su barra.

Por eso, el dicho se centra en enfatizar esta diferencia entre el que bebe y el que sirve las bebidas. El primero, podrá pensar que conoce el ambiente de la cantina, porque efectivamente lo conoce, aunque en forma limitada, pues si bien acude con frecuencia, no se entera de los esfuerzos de otros. El segundo, en cambio, tiene sobre él una cantidad de responsabilidades que convierte a la experiencia en algo totalmente diferente y, desde luego, mucho más difícil.

Esto es lo que pasa ahora con la elección (con procedimiento vergonzante, por cierto), de Rosario Piedra Ibarra como presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

Debido a la desaparición forzada de su hermano, hace más de 40 años, y la lucha que ha llevado su madre Rosario Ibarra de Piedra, es evidente que la flamante titular de la CNDH, tiene experiencia como víctima.

Prácticamente toda su vida adulta, la ha pasado en la lucha para exigirle al Estado respuestas sobre el paradero y lo ocurrido con su hermano cuando ambos eran jóvenes, hace ya largo tiempo.

No obstante, eso no le da a ella experiencia para estar del otro lado. Igual que el bebedor de cantina, ella ha tenido tiempo para estar ahí y nadie duda que sepa muy bien cómo es el ambiente.

Sin embargo, tal como pasa con el cantinero, la presidencia de la CNDH implica una serie de graves responsabilidades y una gama enorme de asuntos de los cuales ocuparse, que no se limitan a la desaparición forzada de personas.

Al frente de la Comisión, se tienen que ver temas complejos, especializados y diversos, como ejecuciones extrajudiciales, tortura, negligencia médica, discriminación, libertad de expresión y otros, además de tener bajo su cargo a cientos de personas, muchos establecimientos, responsabilidades en materia de difusión y promoción de los derechos humanos en general, así como de formación de recursos humanos en distintos niveles y con autoridades nacionales e internacionales.

Sin dudar de las capacidades de la señora (por algo cumplió los requisitos exigidos en la Convocatoria), se antoja difícil que de víctima transite a dirigir con éxito la institución encargada de velar por los derechos fundamentales.

Las dudas se agudizan luego de conocer una preocupante respuesta que ofreció en el Senado de la República, luego de resultar electa para el cargo en una segunda votación obligada por las profundas dudas sobre la primera y después de una sesión accidentada donde hubo gritos, insultos, empujones y hasta golpes entre los senadores, como si estuvieran en el mercado sobre ruedas.

Resulta que los reporteros le preguntaron qué hará respecto a los periodistas que han sido asesinados, a lo que ella replicó, sorprendida: «¿han asesinado reporteros?»

Verdaderamente es escalofriante poner una institución de este tipo en manos de una persona que demuestra tal ignorancia sobre la materia. Sobre todo, porque para dirigir la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, se supondría que ella debía conocer esa institución. Y basta con abrir el portal electrónico de la CNDH (cualquiera que sepa leer y escribir puede hacerlo desde cualquier computadora en cualquier parte del mundo), para encontrar un amplio apartado sobre el derecho a la libertad de expresión, donde los especialistas de la institución se han esmerado en documentar profundamente las agresiones que han sufrido cientos de colegas en los últimos años y, tan sólo en el presente sexenio, con menos de un año de ejercicio, ya van 13 periodistas asesinados, cuyas historias también se encuentran en esos archivos.

Es inconcebible que una persona así, sea ahora la encargada de velar por los derechos humanos en el país, lo cual demuestra una vez más, que no es lo mismo ser borracho que cantinero.

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El estado de derecho

Quienes estamos acostumbrados, por razones profesionales, a tratar con políticos más que el resto de los ciudadanos, perdimos hace mucho la cuenta sobre el incalculable número de veces que hemos escuchado mencionar el término «estado de derecho» –que a veces se refiere al «Estado de derecho»– como un ideal de convivencia pacífica basado en la ley.

Como buena pieza retórica, el tan traído y llevado «estado de derecho», se puede moldear cual pieza de plastilina, para ajustarse a las necesidades del político en turno, aunque carezca absolutamente de sentido y, mucho más, de significado.

A fuerza de acostumbrarnos a escuchar el terminajo, nos acostumbramos también a saber que puede significar todo o nada y, sobre todo, que NO se relaciona con la vida cotidiana de las personas.

Por eso, sorprende mucho leer lo dicho hoy por el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Luis María Aguilar, al presentar un libro precisamente con ese título, escrito por un juez británico famoso y hoy traducido al español.

«En un Estado de derecho: se cumple con la Constitución; se tutelan los derechos humanos; se consolida la democracia; se procura el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo. En un Estado de derecho se vive en paz; se combate a la corrupción; se vive sin discriminación; se erradica la violencia en contra de la mujer; se garantiza el interés superior de la niñez; se defiende la soberanía nacional; se protege al inocente y el culpable no queda impune.

«Y por supuesto, en todo Estado de derecho hay un Poder Judicial fuerte e independiente, atento siempre a que todo el que se queje con justicia tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo defienda contra el fuerte y el arbitrario».

Hasta donde mi experiencia llega, es la primera vez que leo una definición más o menos concreta de este maleable concepto.

Pero paradójicamente, la propia definición es un tanto bizarra, porque se supone que para todas esas cosas que dice el ministro, es para lo que existe el Estado. Se supone, desde el Contrato Social, que cedimos como ciudadanos ante el Estado algo de nuestras libertades, a cambio de que hubiera cierto orden y ya con eso estaba todo listo, siempre confiando en la ley y su buena administración.

Así que en esa lógica, si decimos «Estado» y le agregamos el apellido «de derecho», parecería que redundamos.

Sé muy bien que los abogados –gremio en el que cuento a algunos buenos amigos– me podrán hacer toda una argumentación y pensarán seguramente que me faltan muchos elementos de juicio o estoy haciendo una interpretación somera del asunto y lo más probable es que tengan razón.

Pero no pretendo convencer a nadie. Sólo señalo  que por primera vez leo una definición más o menos concreta de este concepto que tanto usan los políticos incluso con más ligereza que la mía.

Con todo, cumplir la Constitución, tutelar los derechos, procurar el mejoramiento económico, social y cultural del pueblo; vivir en paz, combatir la corrupción, vivir sin discriminación y erradicar la violencia contra la niñez, así como defender la soberanía, proteger al inocente y castigar al culpable, se antojan más como un catálogo de obligaciones del Estado, que como una ventaja o como una condición deseable, tal como la presentan muchos políticos en sus discursos.

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El verdadero enemigo

Más que la sola pobreza, incluso más que la violencia, la corrupción y la impunidad, el verdadero enemigo de fondo de la humanidad –y no sólo de un país– es el capitalismo salvaje o, mejor dicho, el producto definitivo de dicho sistema: la desigualdad económica.

María Cristina Perceval, directora regional para América Latina y el Caribe del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), explicó esta mañana en un evento sobre violencia hacia los niños, por qué la desigualdad económica, que en teoría es diferente a la desigualdad de oportunidades, termina por convertirse en una condena de por vida para la gente.

En principio, el mundo está tan mal, que sólo ocho personas, es decir, ocho individuos, poseen una riqueza comparable con la que posee la mitad de la humanidad en su conjunto.

Es decir, la bestialidad del capitalismo salvaje ha provocado que en sólo ocho individuos, se concentre un capital similar al que se deben de repartir entre sí más de 3 mil 500 millones de seres humanos. ¡Una abominación!

Ya de entrada, este esquema demuestra su inviabilidad, además de la atrocidad monstruosa de su injusticia.

Pero he aquí que con tales desigualdades económicas, conducen ineludiblemente a las desigualdades de oportunidades, porque ser pobre, condena a las personas a la desnutrición, a la discriminación, al olvido, a la falta de educación y a la carencia de herramientas para sobreponerse a las circunstancias en las que les tocó vivir.

Está demostrado que las políticas asistencialistas de los gobiernos, por muy bien intencionadas que estén, no resuelven el problema, entre otras cosas porque se dispersan, sobreponen y jamás alcanzan.

Me explico.

En México hay numerosos programas sociales en los tres niveles de gobierno, que buscan más o menos lo mismo: igualar las oportunidades para que todas las personas salgan adelante.

Pero he aquí que con más de 50 millones de personas sumidas en una pobreza brutal y lacerante, no hay dinero que alcance para asistir correctamente a cada una de esas personas.

El resultado, producto de la más elemental aritmética (una simple división), es que el presupuesto se divide entre millones de beneficiarios, con el resultado de que a cada uno le toca un dinero que, en realidad, no alcanza ni con mucho, a compensar la desigualdad de oportunidades.

Por ejemplo, en materia de salud. A quienes forman parte de los programas de apoyo de los gobiernos federal, estatales y municipales, se les pone a disposición el llamado Seguro Popular, un sistema de clínicas públicas con un cierto cuadro de medicamentos y tratamientos para diversas enfermedades  –las más recurrentes– y así se intenta que estas personas se igualen a los megamillonarios que se pueden atender en hospitales privados, donde las cuentas ascienden a millones.

La idea no es mala, pero con tanta demanda, difícilmente los recursos alcanzan para igualar las condiciones de quien puede pagar la atención privada. Por esa misma razón, algunas enfermedades y ciertos medicamentos (los más caros, como es obvio), no entran en el esquema y por lo tanto, quien nació pobre está condenado a la enfermedad, mientras quien nació rico tiene la posibilidad de tratarse en Houston.

Lo mismo pasa con la educación, en una ecuación mucho más compleja y a despecho de la alta calidad, por ejemplo, de algunas universidades públicas, como la UNAM, que se encuentra en una posición decorosa del cuadro mundial.

Respecto a la desnutrición (quizá una de las expresiones más perversas de la desigualdad),  el problema es que los alimentos con los que se asiste a los necesitados no son suficientes ni en cantidad y a veces tampoco en calidad.

Y una persona desnutrida no rinde en la escuela, en el trabajo, en el deporte, ni en ningún ámbito de su vida y, después de pasar los primeros años en esas condiciones, está condenada a mantener una salud precaria de por vida, aunque después consiga nutrirse adecuadamente.

Es decir, esta desigualdad brutal condena a millones de personas a mantenerse en la pobreza prácticamente por siempre, ante la falta de alternativas y la ineficiencia de los programas de gobierno que, por añadidura, se manejan de manera clientelar, sujeta a los vaivenes electorales y a voluntad del poderoso en turno, que los entrega como si fueran una graciosa concesión.

Porque los programas de asistencia social, no han podido (por voluntad expresa de los políticos), convertirse en derechos para las personas y, entonces, se perpetúa la desigualdad, porque para fines (perversos) políticos, conviene al poderoso que haya pobres a quienes llevarles una tarjeta del programa, prometerles que con eso saldrán de la pobreza y, de paso, salir en la foto para aparecer ante la opinión pública como un gobernante humano y magnánimo.

 

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Llamado de atención

Más de una mujer se ofendió hoy porque se le felicitó por el Día Internacional de la Mujer.

Su argumento, simple pero concreto, fue muy claro: no se trata de celebrar nada, sino de llamar la atención sobre las desigualdades que sufre la mitad de la población del mundo, por el solo hecho de ser mujeres.

Por eso, me tomo la libertad de compartir un pronunciamiento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que, a mi parecer, no tiene desperdicio y es perfectamente ponderado, claro y preciso.

Sin más, pues, queda en uso de la palabra, la CIDH:

«Con motivo del Día Internacional de la Mujer, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) insta a los Estados de la región a garantizar el pleno ejercicio de los derechos de las mujeres, de las niñas y de las adolescentes, y a abstenerse de adoptar medidas que tengan un impacto negativo o regresivo en el respeto y garantía de sus derechos fundamentales.

«En la región, las mujeres continúan enfrentando serios desafíos para lograr el pleno respeto y la protección de sus derechos fundamentales, en un contexto de violencia y discriminación estructural y endémica contra ellas. En particular, se registran altas tasas de homicidios por razón de género, desapariciones, acoso y violencia sexual, entre otras formas de violencia, y subsisten serios obstáculos que les impiden tener un acceso oportuno y sin discriminación a la justicia y a una reparación y protección integral frente a estos actos. Al mismo tiempo, las mujeres también enfrentan barreras para obtener un debido acceso a educación, información y servicios de salud sexual y reproductiva, de manera imparcial, oportuna y culturalmente adecuada. La discriminación contra las mujeres también impide que las mujeres tengan acceso a la igualdad de oportunidades de trabajo y condiciones de empleo y, en particular, a igual remuneración que sus colegas varones por un trabajo de igual valor y a un lugar de trabajo libre de acoso sexual.

«Estas violaciones a los derechos humanos de las mujeres tienen un impacto diferenciado en aquéllas que pertenecen a grupos históricamente excluidos, tales como las mujeres en situación de pobreza, las que habitan en zonas rurales, las mujeres indígenas y/o afrodescendientes, las mujeres con discapacidad y las mujeres de la comunidad LGBTI. A su vez tienen un alcance especial en el caso de las niñas y adolescentes.

«La CIDH reafirma que la perspectiva de género es un concepto que visibiliza la posición de desigualdad y subordinación estructural de las mujeres a los hombres en razón de su género y es una herramienta clave para combatir la discriminación y la violencia contra las mujeres, de conformidad con los estándares interamericanos en la materia. En este sentido, urge a los Estados a prevenir la influencia de tendencias que buscan limitar los derechos de las mujeres, como el preocupante uso de la “ideología de género” en referencia peyorativa a la perspectiva de género.

«La CIDH también exhorta a los Estados a documentar, investigar y sancionar las formas emergentes de violencia contra las mujeres, niñas y adolescentes, como el acoso sexual y laboral, la violencia obstétrica, la violencia que toma lugar en el ámbito de las tecnologías y de Internet, la trata de personas, entre otras.

«La Comisión subraya que los Estados deben abordar los patrones socioculturales discriminatorios que subyacen en estas prácticas. Asimismo, tienen la obligación de actuar con la debida diligencia para prevenir la violencia contra las mujeres, niñas y adolescentes, investigar, juzgar y sancionar a los responsables, y ofrecer una reparación integral a las víctimas.

«A fin de contribuir al cumplimiento de estas obligaciones, en el periodo 2017-2018, la CIDH ha decidido poner especial énfasis en sus acciones orientadas a monitorear la situación de los derechos de las mujeres en la región; avanzar en el establecimiento y difusión de estándares y en la formulación y el seguimiento de recomendaciones en la materia; y a brindar la asesoría técnica que tanto los Estados como las organizaciones de la sociedad civil puedan requerir para avanzar en la promoción de los derechos de las mujeres».

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El irregular curso de la historia

En una de sus últimas entrevistas como presidente de Estados Unidos, Bacak Obama recibió en la Casa Blanca, junto con su esposa Michel, a dos reporteros de la revista «People», quienes hicieron una entrevista más o menos larga, basada sobre todo en las experiencias personales de la familia a lo largo de los ocho años que pasaron en la casona de la Avenida Pensilvanya.

Sin embargo, el reportero sí le hizo una pregunta política al ahora expresidente. Le pidió que comentara su pensamiento sobre la ironía que enfrentaba Estados Unidos, porque a lo largo de los dos mandatos de Obama, hubo un trabajo específico y dirigido por la Presidencia, para combatir la discriminación, el racismo y la homofobia, mientras que durante la campaña y el tiempo antes de la toma de posesión, el maníaco del peluquín amarillo (el apodo en cursivas  lo agrego yo; no lo usó el entrevistador), se promovió precisamente lo contrario: alentar la discriminación, el racismo y la homofobia.

Los enemigos de Obama dirían que la pregunta lo tomó fuera de base, porque a lo largo de toda la entrevista se había usado un tono familiar, sin abordar temas políticos, y él tuvo que pensarlo unos segundos, como tratando de cambiar al «modo político», antes de contestar.

Pero la respuesta fue interesante. Explicó que la historia nunca es lineal; en las sociedades, dijo, las ideas progresan o retroceden de un momento a otro. Nunca se puede pensar que una tarea está concluida de forma definitiva y, entonces, podemos ir a otra cosa. Los avances en el pensamiento hay que vigilarlos, cuidarlos, procurarlos y aún trabajar para que continúen su desarrollo.

En ese sentido, las sociedades deben estar atentas en su trabajo diario para que las ideas progresistas se mantengan, porque de lo contrario los retrocesos pueden llegar en cualquier momento.

La síntesis de un político experimentado, se ajusta perfectamente a la realidad. Fue así como un continente entero se fue de bruces de una guerra a otro (la Primera y Segunda Guerras Mundiales), casi sin mediación de tiempo y con un retroceso brutal en materia de tolerancia; con un crecimiento exponencial del racismo y el odio.

Bastaron apenas unos cuantos años; no hizo falta demasiado: sólo un loco con personalidad fuerte y una situación económica difícil para el vencido (Alemania) y la locura se desató en unos cuantos años, hasta el punto de la irracionalidad más absoluta.

Jamás en este mundo, la guerra había supuesto la posibilidad real de destruirse  en un solo momento. Esa «novedad» se la debemos a la Segunda Guerra Mundial y a la monstruosa invención de la bomba nuclear, de la que hoy existen tantos ejemplares, que cualquier día puede hacer desaparecer al planeta entero e incluso alterar el Sistema Solar en su conjunto.

De tal magnitud fue el retroceso y la irracionalidad, porque no se cuidó el avance y porque no se procuró curar a los vencidos, sino que se les aplastó hasta un punto tan profundo, que fueron capaces de embarcarse en una nueva aventura bélica, cuya dimensión jamás se habría podido imaginar.

El progreso no se cuidó y devino en un retroceso brutal.

La lección es clara: hay que cuidar los avances.

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Desaparecemos todos

Cualquier sociedad medianamente democrática y con un estado de derecho aunque sea menos que mediano, se escandalizaría y se movilizaría toda en conjunto, al enterarse de que una persona ha sido desaparecida de manera forzada.

Si en la desaparición deliberada y por lo tanto delictiva, están involucrados policías, la preocupación sería suprema y esa sociedad se paralizaría completamente hasta que se conozca la verdad y se sepa quién fue, cómo estuvo y qué pasó con la persona. Obviamente, se exigiría la aparición con vida de esa persona, porque así como se la llevaron cuando vivía, tienen que devolverla viva…¡No hay margen de discusión!

En esa sociedad con la hipotética desaparición forzada de una sola persona, los gobernantes tendrían las horas contadas. Conforme pasaran los minutos sin que aparezca la persona sana y salva, la presión para las autoridades sería mucho mayor y llegaría el punto en el que, ante la presión social, el mal gobernante cuya desidia e incapacidad propiciaron un acto tan monstruoso, se vería forzado a renunciar.

Y quien lo sustituyera, tendría dos tareas: una inmediata y una de mediano plazo. La inmediata, claro está, sería encontrar viva a la persona desaparecida y, la segunda, de mediano plazo, sería investigar a su antecesor y descubrir por qué fue incapaz de impedir una atrocidad de esa magnitud y, en su caso, llevarlo a juicio por ello.

Sobra decir que en esa situación hipotética, la sociedad entera, todos y cada uno de sus integrantes, estarían al pendiente, porque les indignaría como si se tratara de un miembro de su propia familia y les preocuparía de manera intensa, porque todos sabrían que, si lo dejan pasar o lo ignoran, mañana sí puede ser realmente un miembro de su familia directa…acaso un hermano, un hijo, ¿qué sé yo?

Toda esa gente sentiría que si desaparece uno, podemos desaparecer todos y que si uno o varios policías estuvieron inmiscuidos en semejante brutalidad, es hora de ajustar fuerte las tuercas y revisar uno por uno a todos los policías, desde el más modesto, hasta el máximo jefe, para descubrir a la manzana podrida y sacarla de ahí, para refundirla en la cárcel con la pena más severa, por haber faltado de una manera tan asquerosa a su deber de cuidar a los ciudadanos.

La solidaridad con las víctimas, por lo tanto, sería natural y no habría ni necesidad de discutirlo. TODOS estarían perfectamente ciertos de que la causa de los familiares y amigos del desaparecido, ES la causa de todos y cada uno de los integrantes de esa sociedad, porque si hoy desaparece uno, mañana pueden desaparecer todos.

¡Inadmisible!

Pero ocurre que no, que en ésta, nuestra realidad, muchos no lo asumen así y, por el contrario, se creen invencibles, intocables.

Piensan, primero, que a los desaparecidos (¡se cuentan por miles!)  les pasó lo que les pasó porque se lo merecen o no se saben cuidar.

Después, creen que a ellos y a sus familiares nunca les va a pasar, sin darse cuenta de que la policía podrida y penetrada por la delincuencia, no respeta a nadie ni a nada

Por último, suponen con desdén que ése es un problema de pobres, ignorantes o rijosos, porque en su mente retorcida por la discriminación y el desprecio, se sienten parte de una élite a la que en realidad no pertenecen, porque la verdadera élite, los auténticamente poderosos, son un puñado que maneja las cosas de manera metalegal y a partir de una escandalosa corrupción.

Por eso, esas personas desviadas y sin alma, convocan a que los padres de los 43 de Ayotzinapa «ya superen» la pérdida de sus hijos, como si se tratara de bienes de consumo, como si a alguien se le hubiera roto por accidente el pantalón que más le acomodaba y se quejara de que nunca encontrará otro igual.

Para esos sujetos sin corazón ni conciencia, la desaparición de los seres humanos no es problema. Porque en el fondo creen que los desaparecidos no son seres humanos….o no, por lo menos, de la misma clase que ellos, aunque todos respiremos y mantengamos idénticas funciones fisiológicas.

No se dan cuenta de la descomposición social grave que estamos sufriendo y de la necesidad que nos urge como sociedad de unirnos en la indignación y en la exigencia de que esta clase de porquerías nunca vuelvan a pasar, porque precisamente hablamos de personas que tienen relación con otras personas y que son igual de importantes que cualquiera.

Pero el clasismo, la discriminación y la disparidad económica, le impiden ver a estos necios la magnitud del problema en el que estamos metidos.

¡Ojalá nunca les desaparezcan a sus hijos!

Ojalá nunca desaparezca nadie más y aparezcan vivos todos los que nos faltan.

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Viaje en el tiempo

Si hubiese un viajero en el tiempo capaz de ir y venir por las épocas y geografías que le diera la gana sin limitación , podría contrastar fácilmente los cambios ambientales, físicos, sociales y económicos de las diversas regiones.

Para él, sería mucho más evidente la diferencia entre un sitio hoy, en comparación con hace algunas décadas o tal vez siglos.

Suponiendo la existencia de un viajero de esa índole, imaginemos que anduvo por Chiapas poco después de 1521, cuando se consumó la conquista española contra México y, especialmente, en los años en que llegaron los españoles a colonizar la región y a «hacerse cargo» de los indios locales.

Lo primero que nuestro hipotético viajero habrá visto, fue una naturaleza de una exuberancia portentosa. Habrá contemplado selvas y bosques que parecían no tener fin; gigantescos cuerpos de agua dulce con una pureza sin igual; una fauna increíble; lluvias como no tenían par; climas cálidos y húmedos; climas fríos de montaña; unos escenarios que sólo podría comprender quien los vio antes de que llegara el hombre blanco a «civilizarlo».

Al observar con un poco más de cuidado, habrá contemplado que ese paraíso estaba habitado por numerosos pueblos originarios, cuyos individuos vivían en una estrecha armonía con la naturaleza y respetaban con especial celo a la madre tierra, de la que obtenían con creces todo lo necesario para vivir, pero a la que retribuían también con creces lo recibido.

Pueblos que, dentro de sus estricta organización social, se acoplaban con absoluta perfección a su entorno y, si bien podían no estar del todo ajenos a conflictos entre sí, vivían básicamente sin molestar, ni ser molestados.

El equilibrio cambió al llegar los españoles, quienes en su delirio de conquistadores colonialistas, impusieron con sngre el modelo europeo católico y establecieron poblaciones construidas a fuerza de manos indígenas esclavizadas, destruyeron a sus «ídolos» y obligaron a todos a creer en «un solo dios verdadero».

Mediante el sistema de «encomiendas», los españoles se hacían cargo de grupos de indígenas quienes eran sus esclavos y cuyo maltrato y humillación escandalizó, incluso, a algunos españoles, encabezados por el Fray Bartolomé de las Casas, quien llegó a denunciar los abusos ante la mismísima Corona.

Desprecio, hostilidad, esclavitud, discriminación, robo abierto y despojo, fueron las constantes en el trato entre los españoles y los indígenas, eso sí todo en el nombre de dios y del rey.

Después de algunos años de ver esta barbarie, que incluía violaciones sexuales, asesinatos, enfermedad y hambre para los sometidos, nuestro viajero en el tiempo se habrá retirado, seguramente asqueado de semejantes bajezas.

Y luego de andar por ahí deambulando, tal vez se le ocurra venir por estos días de nuevo a Chiapas, creyendo tal vez que las cosas habrán cambiado radicalmente.

Habrá llegado, pues, casi 500 años, una guerra de independencia y dos revoluciones después, a constatar que todo sigue (casi) igual.

Casi, porque lo primero que notaría nuestro viajero, es que prácticamente desaparecieron la selva, el bosque y aquella exuberante naturaleza llena de fauna, de cuerpos de agua preciosos y de terrenos interminables llenos de la vegetación más impresionante del mundo.

Hoy, el lugar está convertido en una ridícula caricatura de lo que fue cuando anduvo por ahí hace 500 años.

Habrá visto basura, depredación, grandes terrenos ociosos donde antes hubo bosques; lugares secos donde antes llovía; ríos contaminados que antes llevaban agua cristalina; en fin, un desastre para decirlo fácil.

Habrá notado también que hoy, hay muchos más hombres blancos que antaño y algunos de los cuales prácticamente se han adueñado del lugar, a pesar de pasar por «turistas», aunque hayan nacido en Europa y nos les guste bañarse.

Pero por lo demás, nada ha cambiado.

Persiste la misma dominación, el mismo desprecio, discriminación, despojo, sometimiento y barbarie.

Es cierto, ya no es en nombre de dios ni del rey, sino del capitalismo y «la ley», que han tomado los lugares de los anteriores.

Ya no son españoles conquistadores, pero para el caso da igual. De todas formas, los indígenas siguen sometidos al hambre, la marginación, la miseria y el olvido. Con el agravante de que hoy deben salir de sus tierras rumbo al norte, en una migración sin documentos que, en algunas zonas, los margina aún más e incluso los criminaliza, por el grave delito de tener hambre.

El viajero del tiempo se sorprenderá de cómo hay lugares donde nada cambia, a pesar de que pasen 500 años, una guerra de independencia y dos revoluciones.

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El fin de un modelo

A mediados de los años 80, se estableció en México el primer restaurante de la cadena de comida rápida Mc Donalds.

Se trataba de la quintaesencia del capitalismo salvaje y con su pragmática y atractiva arquitectura de estilo netamente estadounidense, parecía cumplir los anhelos de los malinchistas de siempre, que ven en Estados Unidos y su modelo económico, la meta a cumplir para nuestro sufrido país, su vecino del Sur.

El enorme local, ubicado en Polanco aún no se terminaba de construir, cuando ya había enormes filas de jóvenes de entre 15 y 18 años, cuyo único sueño era entrar a trabajar ahí, ignorando todas las advertencias de quienes, con más mundo, sabían que un trabajo de mostrador en Mc Donalds es de lo más «modesto» en el monstruoso engranaje del Tío Sam.

Como era de esperarse, los reclutadores de personal eran gringos y traían consigo una fórmula muy simple. Los elementales filtros de saber leer y escribir casi no se usaron. Por el contrario, un criterio estrictamente clasista y discriminatorio se puso en marcha: entraban quienes fueran blancos, de preferencia güeros, con ojos claros y pecas. Debían hablar inglés y pertenecer a un estrato socioeconómico alto, lo más alto posible.

Entre polvo, ruido y el ir y venir de trabajadores de la construcción comandados por capataces gringos perfectamente equipados con botas de casquillo, cinturón de herramientas, radio, casco, lentes y guantes (eso era impensable en el México de aquella época), los reclutadores ultimaron los acuerdos laborales estrictamente individuales con cada uno de los muchachos y se encargaron muy bien de venderles la idea de que trabajar ahí era símbolo de estatus.

Días más tarde, el gigantesco restaurante que aún se ubica en Periférico casi esquina con Vázquez de Mella, en una de las zonas más caras de la ciudad, abrió sus puertas para dar paso a una inconmensurable fila de ansiosos y adinerados clientes, que le daba vuelta a la esquina y atiborraba el lugar, a pesar del faraónico piso de consumo con el que contaba el local.

Era la gran novedad y muchos veían el inicio de un pleno «desarrollo», pues por fin había restaurantes «de primer mundo», donde todo se hacía conforme a estrictas normas y había garantía de calidad.

Tan exagerado era el nivel, que si alguien llegaba a tocar con las manos un pan durante el proceso de elaboración, éste era automáticamente tirado a la basura, bajo sospecha de «contaminación».

Los primeros empleados de la cadena, eran niños y niñas  ricos, matriculados en las escuelas privadas más caras de México y por lo tanto no precisamente amantes del trabajo duro.

Pronto se dieron cuenta de que el estatus que se suponía alcanzarían con pertenecer al selecto grupo de los empleados de la cadena de hamburguesas, se obtenía con muchísimo esfuerzo físico y la paga era ridícula.

Mientras tanto, la empresa del payaso había replicado el esquema al norte de la ciudad (en Satélite) y al sur (en El Pedregal) con el mismo éxito.

Cuando los primeros ricachones comenzaron a desertar, cosa que la compañía tenía prevista, se puso en marcha la segunda etapa, consistente en abrir los puestos de trabajo a gente menos bonita y más necesitada de ganar dinero; y a abrir franquicias por todas partes.

(En el proceso, también menguó el estatus socioeconómico de los clientes).

Un inconmensurable «segundo aire»,  le dio vida a la cadena por años, etapa en la que no sólo no enfrentó competencia, sino que se encargó de distorsionar el mercado habitual de las hamburguesas,  a través de los grandes capitales y el sistema de franquicias, que compite de manera desleal e injusta contra cualquiera. (Pleno capitalismo salvaje).

Pero al paso de los años, la gente se ha ido habituando y la novedad del esquema pasó. El sabor de la comida ya a nadie convence; la cantidad de azúcar y saborizantes artificiales es excesiva y la fórmula de la comida rápida ya no causa ningún interés.

Hoy, cuando han pasado 30 años del primer Mc Donalds, hay uno en cada esquina, la calidad es muy cuestionable, los empleados hace mucho que dejaron de ser niños bonitos de escuelas caras y el sabor francamente invita a no comer ahí.

Algunos de los locales han cerrado y, como el ciclo de las estrellas, ésta parece convertirse cada vez más en una enana a punto de estallar y desaparecer en el espacio.

Sin embargo, su huella negativa en términos del mercado y del empleo, permanece, porque llegó a complicar tanto a los negocios normales, que para casi todos fue imposible mantenerse.

Aún hay algunos establecimientos donde se puede comer una buena hamburguesa y todavía hay muchos puestos callejeros donde el sabor es indiscutiblemente mejor que Mc Donalds y donde probablemente se cocinen más unidades diarias.

Pero el esquema de las franquicias sí generó muchos problemas en el comercio y el empleo.

Y aunque ese tipo específico de comida chatarra parece tener los días contados, otros esquemas similares proliferan, con los mismos modus operandi y resultados dramáticamente similares en sus respectivos ámbitos.

A Mc Donalds se suman las tiendas 7 Eleven, Oxxo, Wal Mart  y  los cafés Starbucks, por sólo mencionar algunos.

Cada una de esas cadenas (todas de capital extranjero), siguen exactamente los mismos patrones y aunque su proceso evolutivo se encuentra en diversas etapas, es de preverse que se mantendrán por varios años, generando problemas serios a la economía local, donde atentan contra el trabajo decente y las reglas naturales del mercado.

El esquema ha demostrado su obsolescencia, no hay duda. Pero todavía nos faltan algunos años para deshacernos de él. En cada uno de nosotros está dejar de comprar en esas cadenas y volver a la tiendita de la esquina, al mercado  y al café de don Pancho.

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Al pan, pan

A nadie escapa que vivimos tiempos de grave deterioro en lo económico, lo político, lo social y hasta en lo familiar.

Para todos (o para casi todos), es evidente que el país sufre una situación grave, derivada de un montón de malas decisiones, de innumerables fallas y omisiones de autoridades, de falta de auténtico ejercicio de ciudadanía y, complementariamente, del crecimiento de la delincuencia, al amparo de la corrupción y la impunidad.

Lejos de los discursos oficiales pronunciados por funcionarios que viven a distancias astronómicas de la minúscula capacidad adquisitva de los mortales, la realidad es dura para millones y todos hemos visto descomponerse nuestras escuelas, nuestros barrios, nuestras ciudades, nuestra economía, nuestros mercados y el ambiente para nuestros jóvenes.

Paradójicamente, esta es justo la época en que más ha proliferado el uso de los eufemismos para todo y en todas partes.

Que el lenguaje inclusivo, le llaman a esa ridiculez de decir «las niñas y los niños», en lugar de usar el gramaticalmente correcto plural en masculino que, como todos hemos sabido de toda la vida, incluye a ambos géneros.

Y se ofenden cuando alguien no usa esa fórmula ridícula, pero nadie dice nada de los faminicidios en el Estado de México; o de las constantes agresiones que sufren miles de mujeres a diario en el transporte público; o del hecho de que todavía haya muchas a las que no se les dan las mismas oportunidades que a sus compañeros hombres en igualdad de circunstancias; o de que muchas terminan una carrera universitaria y nunca ejercen; o de que algunas no ganan sueldos iguales por trabajo igual con respecto a los hombres; o de que va en grave aumento la trata de mujeres, especialmente niñas de 15 a 18 años que a diario desaparecen en todo el país.

Que la no discriminación, dicen porque un letrerito en la entrada de cualquier restaurante, bar, hotel o comercio señala que «en este establecimiento no se discrimina a persona alguna por razones de religión, raza, condición económica u orientación sexual».

¡Cosa más ridícula! Quiero ver qué pensaría el arrogante capitán de meseros de un restaurante afamado en Polanco, si de pronto entra un indígena de condición económica precarísima (hay millones), para intentar tomar una mesa y pedir sus alimentos. ¡Qué ofensivo! proclamar así la no discriminación, cuando todavía millones de personas miran por abajo del hombro a los indígenas, a quienes una estructura económica y social de siglos, ha mantenido en la más indigna miseria y a nadie le ha importado jamás cambiar esas condiciones.

Que la autoestima, afirman porque ahora la palabra «defecto» ya casi cayó en  la categoría de voz malsonante; al ser cambiada por un terminajo ridículo que no corresponde con la definición a suplantar: «área de oportunidad».

Como si no supiéramos todos, que los seres humanos tenemos virtudes y defectos. Como si cambiar la palabra «defecto» por «área de oportunidad»sirviera para imprimirle a  la persona el coraje de combatiera su defecto y mejorar su integridad. No se trata de que llamarle defecto sea malo; se trata de que quien sepa que lo tiene, trabaje para corregirlo. Eso es lo que deberíamos buscar, no andar encontrando formas ridículas de la palabra para darle la vuelta al auténtico trabajo: mejorar. Y si lo que buscan es que la persona no se sienta tan mal al descubrir sus carencias, mejor habríamos de encontrar una manera de transformar las estructuras económicas y sociales, para que los más de siete millones de ninis, encuentren algo qué hacer y convertirse en personas productivas. Si de autoestima se trata, hay que encontrarles trabajo y/o escuela a esos muchachos y eso nada tiene que ver con cambiar artificialmente una palabrita.

Que la no segregación, advierten y entonces convirtieron de la noche a la mañana a la palabra «anciano» en una blasfemia; ahora quieren que digamos «adulto mayor» o «persona de la tercera edad». Y otra, ya no se les debe llamar discapacitados a quienes presentan una condición así, sino «persona con capacidades diferentes».

Me pregunto cuándo y por qué a alguien se le ocurrió que «anciano» era una ofensa, cuando de toda la vida y sobre todo en los pueblos indígenas, el Consejo de Ancianos es la máxima autoridad, precisamente por estar integrado por personas en esta etapa de vida, que son, justamente, quienes más experiencia y sabiduría han acumulado. Pero ahora, quien usa la palabra «anciano», es mal visto, porque se debe decir «adulto mayor». Llegó un punto en el que el antiguo Instituto Nacional de la Senectud, transformó su nombre por el del Instituto Nacional para los Adultos Mayores y se acuñó la ridícula voz «adultos en plenitud», como si la vejez, llena de enfermedades y dificultades, pudiera ser plena.

Y qué decir de las personas con alguna discapacidad (la propia ONU ha acordado que esta es la forma correcta de describirlos: «persona con discapacidad»), que en algún momento llegó a llamarse, incluso en ámbitos oficiales «persona con capacidades diferentes». Llegaba a tal punto el intento de no ofender, que se tocaba con su otro extremo y ofendía igual o más. ¡Cómo que capacidades diferentes! Capacidad diferente es la de una persona que tiene capacidad para escribir de manera clara y fluida, contra alguien que tiene la capacidad para resolver sin dificultad una ecuación de segundo grado: esas son capacidades diferentes, no la de una persona confinada a una silla de ruedas, contra alguien que puede subir una escalera.

El abuso en los eufemismos, es acaso una evidencia de la falta de voluntad para resolver el fondo del asunto. Acaso es simplemente un intento  subconsciente de ponerle nombres bonitos a una realidad que se va afeando de manera incontrolada.

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