Casi todos conocemos en México a una persona más o menos mayor (no necesita ser realmente un viejo), que recuerda con cariño y admiración a su viejo maestro de escuela, allá en la alejada población antes rural y hoy convertida en un remedo de ciudad, una especie de Frankenstein donde se ha roto el tejido social y ya no existe la solidaridad entre la gente.
Se contaba que el maestro era un individuo que merecía el aprecio de la comunidad, porque le abría a los niños la posibilidad del conocimiento; los llevaba por el camino desde las primeras letras, hasta los libros que recordarían –y les serían útiles– toda la vida; les ensañaba las artes de la aritmética, los rudimentos de las ciencias y el conocimiento del civismo.
Se recuerda a estos personajes, hombres y mujeres, como personas plenamente entregadas a su vocación y a su trabajo. Gente sobria en todos los sentidos, cumplida con sus horarios y sus deberes, disciplinada y disciplinante, si cabe el término.
Por lo general eran personas de vivir moderado y, aunque de ingresos modestos –o quizá menos que modestos– estos profesores se presentaban todos los días a su clase impecablemente pulcros y diario tenían bien dominada la lección, que sus estudiantes recordaban y algunos aún recuerdan.
Estos profesionales de la enseñanza, a veces se convertían en ejes articuladores del tejido social en pequeñas poblaciones y algunas ocasiones –las menos, tal vez– lo hacían también en algunas colonias populares de ámbitos urbanos.
Sólo dios sabe si los evaluaban o no y si la Secretaría de Educación Pública los presionaba o los respaldaba. Eso, para todo el mundo, era un verdadero misterio.
Pero lo importante es que estas personas fueron fundamentales para brindar auténtica instrucción y contribuir positivamente en la educación de miles de mexicanos, quienes todavía los recuerdan y les agradecen su buena ortografía; su habilidad aritmética; su buen comportamiento cívico; su hábito de la lectura.
Hoy, cuando la vida está agobiada por el vértigo y cuando la palabra «nuevo» se ha convertido en sinónimo de «bueno», tanto como «viejo» se ha convertido en sinónimo de «malo», tal vez convenga revisar qué del pasado podría ser útil.
De primera intención, a la luz de los conflictos actuales entre el magisterio y la Secretaría de Educación Pública, la primera reflexión que surge es que las cosas se han complicado demasiado, tanto en lo administrativo, como en lo laboral, e incluso en la enseñanza. Pero el hecho es que los niños de hoy, con mucha más tecnología y mucho más acelerados que los de antes, muestran bajos rendimientos en aritmética, comprensión de lectura, escritura y otras habilidades elementales de la enseñanza, donde probablemente nuestros abuelos o padres, tuvieron mejores resultados.
Quién sabe si a alguien se le hubiera ocurrido por entonces evaluar a los maestros antes descritos, pero cualquier persona que haya pasado por un aula donde había alguno de esos personajes, podría hoy día ponerle 10 de calificación como maestro, porque lo que él o ella le enseñaron, sigue con esa persona muchos años después.
Probablemente esos viejos profesores andaban todos llenos de polvo de gis y traían bajo el brazo un gran juego de escuadras, transportador y compás de madera, así como un montón de libros, a diferencia del maestro actual, que lleva una computadora.
Y aunque la tecnología con la que contaba aquel profesor, contra la que tiene el actual, puede parecer de la edad de piedra, sus resultados a veces eran mejores que los de hoy.
Por supuesto, la palabra mágica debe ser «vocación». Aquellos antiguos maestros estaban ahí porque querían estarlo y tal vez no les importaba tanto organizarse como gremio; quizá dejaban pasar por alto numerosas violaciones a sus derechos laborales; acaso carecían de interés por organizarse entre colegas. Pero sí querían que sus alumnos aprendieran y respetaban escrupulosamente las leyes, porque se sabían ejemplo de los niños frente a los que trabajaban a diario.
Tal vez eso se ha perdido tanto hoy en día, que por eso enfrentamos tantos conflictos entre maestros y autoridades.
En ese sofisma de que «viejo» y «malo» son lo mismo, tal vez no hemos querido voltear a ver cómo recuperamos la antigua vocación, sin perder los derechos. Aunque también debemos ser autocríticos y reconocer que no sólo los maestros, sino todos en general, hemos perdido de vista un hecho: con cada derecho, viene una obligación. Y hoy nos gusta exigir los unos, sin cumplir los otros.
Mientras tanto, en el otro sofisma, de que «nuevo» y «bueno» son iguales, no hemos querido tomar en cuenta esa parte buena del pasado, que logró formar a muchos mexicanos con mejor nivel de lo que se logra hoy con generaciones equivalentes.
Por muy antipopular que parezca, la propuesta heterodoxa consiste en revisar qué de lo bien hecho en el pasado puede rescatarse, para recuperar lo de hoy, evidentemente mal hecho.