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La horrenda lista

Héctor González Antonio, corresponsal de Excélsior y Grupo Imagen en Ciudad Victoria, Tamaulipas, fue asesinado este martes. Hallaron su cuerpo en la Colonia Estrella de esa capital, con evidentes huellas de violencia.

Es la víctima número 136 del ominoso recuento que ha mantenido la Comisión Nacional de los Derechos Humanos desde el año 2000 a la fecha, en lo que se refiere a periodistas asesinados en México.

El tema no sólo es siniestro, sino increíblemente preocupante tanto para los periodistas (desde luego), como para la población en su conjunto, que cada vez encuentra más y más estrecha su libertad de acceso a información oportuna y veraz.

Sin embargo, la ciudadanía no percibe el peligro que esto significa, porque le han hecho creer que los periodistas somos todos, apéndices del régimen y que nuestro trabajo es irrelevante. Convenientemente, quienes gustan de este dramático estado de cosas, le hacen suponer a los demás que los periodistas somos molestos y prescindibles. Por lo tanto, el asesinado de uno –o para el caso, de 136– no le afecta en absoluto al ciudadano común, lo cual es absolutamente al revés.

Este nuevo crimen se suma a otros que hemos reportado en este mismo espacio en los últimos días, lamentablemente y también impone el reto de que las autoridades investiguen, antes que nada, la línea del trabajo periodístico de la víctima, donde es muy previsible que se encuentre la respuesta.

No sólo eso. También es importante que no se culpe a la propia víctima. Porque desde el sexenio de Felipe Calderón, se instauró en el imaginario colectivo el fácil expediente de que «si lo mataron debe haber sido porque en algo andaba».

Y bajo ese sofisma, supongamos sin conceder (como dicen los abogados), que el difundo en efecto «en algo andaba»; eso no significa que el crimen no se investigue y no se castigue a los responsables conforme a la ley, como debería de ocurrir.

Ahora bien, las autoridades estatales, en cada caso y las federales en todos, brillan por su ausencia.

Aunque en Los Pinos se respire el ambiente de «los últimos días», todavía son gobierno y el titular del Ejecutivo debería emitir un pronunciamiento firme y decidido para terminar de una vez con este flagelo, que inexplicablemente parece no importarle.

Sin embargo, en las tiendas de enfrente tampoco parece hacer mella el asunto. Ninguno de los cuatro candidatos presidenciales ha hecho pronunciamiento alguno, pues parece que la vida de los periodistas no les importa y tampoco les importa mantener un estado de cosas más o menos sano en lo social.

Deberían ser los primeros en preocuparse ante un ambiente de esta naturaleza, en el entendido de que alguno de ellos se sacará pronto la rifa del tigre y no será tarea sencilla para enfrentar.

Como sea, estos hechos demuestran un grave recrudecimiento no sólo de la violencia, sino de las descomposición social, que todos deberíamos mirar con preocupación.

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¿Cómo llegaron ahí? II

Ayer describí una realidad terrible: Tepito, convertido en un auténtico muladar que, desde luego, la gente trabajadora y luchona del barrio no merece.

¿Cómo llegaron ahí? pregunté casi de manera retórica y al final la respuesta está, sin duda, en la fractura del tejido social. Así es como llegaron hasta ahí no sólo Tepito, convertido en algo que no debería de ser, sino otra serie de barrios en la ciudad y de ciudades en el país.

¿Cómo llegó la industriosa Monterrey a ser el escenario de crímenes sangrientos y horrendos?; ¿cómo llegó Michoacán a convertirse en tierra de nadie donde no se puede ya ni levantar una encuesta?; ¿cómo llegó Ciudad Juárez a ser la ciudad más peligrosa del país y escenario de cientos de muertes violentas, similares a un filme sangriento de Hollywood?; ¿cómo llegó Acapulco a degenerar un en clima de confrontación y delito violento horroroso?; ¿como llegó Ciudad Victoria a ser una localidad donde hasta los boleros trabajan para el narcotráfico?; ¿cómo llegó Oaxaca a convertirse en el sitio más peligroso del mundo para los centroamericanos?; ¿cómo llegó México ahí?

Desde luego la respuesta no se unívoca ni simple. Pero uno de los grandes factores se debe de buscar en la crisis del tejido social. ¿Cómo llegó México a donde está?, no es fácil decirlo, pero sin duda el deterioro del tejido social es una de las causas.

Tal vez sea más bien uno de los efectos, aunque en este caso, es un dilema similar al de la gallina y el huevo. ¿Quién fue primero: el deterioro social o la delincuencia?

Lo que sí es un hecho, es que en cuanto los vecinos dejaron de tener una relación sana, lógica, en la que unos y otros se conocían, se interesaban genuinamente por sus amigos y por lo menos sabían que quien vive en la casa más próxima se dedicaba a una actividad lógica, el país ya no funcionó igual. Y ahí está presente la delincuencia.

Cómo denunciar a un delincuente, si uno no sabe si el vecino está coludido con él, como ocurre en numerosos casos. O -peor aún- si el delincuente usa arma oficial, uniforme y placa de policía, además de contar con amigos, contactos o empleados en el Poder Judicial.

Eso lleva a otro factor: la corrupción.

Enmedio de un clima de deterioro en el tejido social, la corrupción campea, sin duda, porque aflora la debilidad de los seres humanos. Mientras las autoridades y ley se vean rebasadas, es más fácil comprar y vender favores entre particulares y con los servidores públicos, quienes pasiva o activamente, estarán alimentando al monstruo de la delincuencia y verán crecer la violencia a la par de sus ganancias.

Mientras tanto, crecen el miedo y la desconfianza, amigas ambas de la delincuencia a la que sirven para evitar que la verdad salga a la luz, o por lo menos para cubrirla mientras florece. El miedo y la desconfianza degeneran en silencio. Ahora, aunque todos sepan quién en la cuadra es el delincuente, el narcotraficante, el secuestrador, nadie osará decirlo a ninguna otra persona, poruque teme ser la próxima víctima.

Y de hecho, quienes rompen ese silencio suelen, efectivamente, ser la próxima víctima. Total, como no hay autoridad que ponga a los delincuentes en orden, éstos se ocupan de sus propios asuntos sucios con toda impunidad.

Impunidad es la  palabra clave en todo esto. ¿Cómo llegamos ahí?, con impunidad. Si para los delincuentes funcionara aquello de «el que la hace la paga», desde luego no habría delincuencia, o sería mucho menor, porque los delincuentes estarían en la cárcel y no en las calles, como ahora.

Por eso, la estrategia de confrontación que, sin pedirle permiso a nadie, emprendió el gobierno federal, sencillamente no funciona. Porque de nada sirve ponerse a los balazos con dos, cinco, diez, cien o 10 mil delincuentes, si antes  no se garantiza que no haya impunidad, corrupción de autoridades, y se reestablece el tejido social, que permita a la población dejar atrás el miedo.

¡Cómo no va a temer a la delinciencia un padre de familia con esposa y tres hijos de primaria, si ve que sus vecinos reciben gorilas armados todos los días y de vez en cuando se ve movimiento de mucha gente por las madrugadas!

¿Sería ese padre de familia tan insensato como para decir algo?;  ¿alguien de verdad cree que ese hombre será el que llame a la policía cuando vea algo similar a un secuestro en esa casa, con el riesgo de que los propios policías a los que llame estén involucrados?; ¿O será tan suicida su mujer, como para irle a contar a la señora de las verduras en el mercado de a la vuelta sobre las extrañas actividades de los empistolados?

¡Cómo no van  a tener miedo!

Claro que la gente tiene miedo y tiene razón de tenerlo.

¿Cómo llegamos ahí?, a causa de un terrible coctel, en donde autoridades de los tres niveles de gobierno fueron largamente omisas o abiertamente cómplices, en tanto la población se vio arrastrada –también un poco gracias a la falta de ciudadanía– por una situación violencia extrema o inusual, donde por supuesto todo tejido social desapareció también.

 

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