Hace más de 12 años, al principio del gobierno de Felipe Calderón, la situación de inseguridad en el país era grave. Proliferaban los homicidios, el crimen organizado comenzaba «diversificarse», al dejar de dedicarse únicamente al delito de las drogas, para comenzar a secuestrar, extorsionar y cometer otros ilícitos igualmente graves.
El tráfico de armas era escandaloso y los grupos delictivos se hacían paulatina y constantemente más fuertes y organizados, de manera que aumentaron exponencialmente su nivel de fuego y de violencia. En sentido geométrico, pero inverso, las policías perdieron fuerza, poder y capacidad de reacción, merced a la corrupción sistémica en la que estaban inmersas. Mientras más bajo el nivel policíaco, más escandalosa la corrupción y por lo tanto la complicidad con los grupos delictivos.
Todos los días el número de homicidios se hacía más y más grande y escandaloso, ante lo cual era necesario aplicar alguna medida inmediata para resolver de fondo el problema.
Así que un día, el entonces presidente de la República se puso un uniforme militar que le quedaba grande (las mangas le tapaban hasta más la mitad de las manos y la gorra se le hundía casi hasta taparle los ojos) y así disfrazado, «le declaró la guerra al narcotráfico».
(Con los años y después de ver el desastre que ocurrió, salió con el cuento de que nunca dijo eso, pero fue inútil: todos lo vimos y lo escuchamos).
En fin. En su calidad de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas (cargo que acompaña al Jefe de Estado en turno) Calderón anunció que el Ejército saldría a las calles a cumplir labores de seguridad pública, ante la ausencia de autoridad de las policías locales que estaban amenazadas, cooptadas o compradas por la delincuencia en diversas regiones.
Se trataba, dijo, de una medida temporal, mientras se veía la forma de reorganizar a los cuerpos policíacos regulares, con personal confiable, no coludido con los delincuentes y se les dotaba de capacitación y equipo suficiente. Entonces, los militares volverían a sus cuarteles.
Para «sustentar» la decisión, recurrió a un artilugio legaloide bastante débil, pero suficiente para «justificar» la medida que, se insistía, sería estrictamente temporal.
Entre las muchas voces que se levantaron airadas de crítica a la decisión equivocada del entonces presidente, destacó la de su archienemigo, Andrés Manuel López Obrador, quien vio en esa medida el autoritarismo absoluto, la militarización y el aplastamiento de las libertades democráticas, además del reconocimiento tácito de la incompetencia de un gobierno incapaz de encontrar dentro del marco de la ley la solución a un problema que debía –según el entonces opositor– abordarse de otro modo.
Pasados los años, cuando la estrategia de Calderón probó ser un rotundo fracaso y luego de que Enrique Peña tampoco pudo con el paquete, finalmente llegó López Obrador al gobierno, con una idea supuestamente innovadora para resolver este problema que sus dos antecesores no pudieron: «¡Abrazos, no balazos!», decía para resumir el cambio de paradigma.
No obstante, en los primeros días de gobierno no pudo sacar al Ejército de las calles, porque la realidad seguía idéntica que en tiempos de Calderón y de Peña; inseguridad galopante y colusión entre policías y delincuentes, con tremendo poder de fuego en las organizaciones delictivas y amplio espectro de actividades criminales.
Se le ocurrió entonces al tabasqueño que se debería deshacer la Policía Federal (a la que calificó de invento neoliberal corrupto) y en cambio sustituirla por la Guardia Nacional que, bien entrenada e incorruptible, retomaría el control de territorio en cuestión de un año y permitiría la vuelta de los militares a los cuarteles.
Envió entonces una iniciativa al Congreso, donde se sometió a un amplio proceso de parlamento abierto, donde todas las organizaciones coincidieron: o se cambiaba radicalmente la propuesta original de la Guardia Nacional, en la forma en que venía presentada, o de plano no serviría para nada, porque repetiría esquemas gastados y seguiría con la propuesta de combatir el fuego con fuego, en detrimento de la integridad de los ciudadanos.
A regañadientes y con muchas dificultades, después de un cabildeo enorme, se logró aprobar la iniciativa de la Guardia Nacional, con varios cambios y una serie de candados, pues los legisladores de oposición, encontraban en la propuesta muchos riesgos de, ahora sí, militarizar en serio a todo el país.
Así que ya con las modificaciones, se suponía que en cinco años debería haber controlado la situación, se recobraría el orden constitucional, se reforzaría ahora sí a las policías locales, se sustituiría a la supuestamente corruptísima Policía Federal y los militares volverían a los cuarteles, de donde nunca debieron haber salido.
Eso se dijo cuando se aprobó finalmente la creación de la Guardia Nacional.
Pues bien, ahora resulta que todo eso no resultó. El presidente Andrés Manuel López Obrador publicó un decreto en el que refuerza la presencia de los militares en la calle, hasta mediados del 2024, pocos meses antes de terminar su periodo de gobierno, ante la gravedad de la inseguridad que sigue a la alza y porque no ha mejorado para nada en los más de 12 meses que lleva actuando la Guardia Nacional.
Es un evidente reconocimiento de que las cosas nomás no funcionaron y de que la dichosa Guardia, que tanta controversia causó, no sirvió para maldita la cosa y estamos exactamente en el mismo punto donde arrancó Calderón con la guerra al narcotráfico. No hay duda: los extremos se tocan.
Lo que tanto criticaba el entonces opositor, hoy lo avala mediante un decreto. Es evidente el fracaso de sus propuestas aunque, claro, él nunca lo reconocerá, porque si un defecto le aqueja más que otros, es la ausencia absoluta de integridad moral para reconocer: «¡me equivoqué!»