Cuando era niño había un policía de barrio a quien conocíamos como «El Pescado». El curioso sobrenombre se derivaba de nuestra errónea percepción sobre su presencia y su relación con las lluvias.
Por supuesto, el policía municipal acudía todos los días a la colonia, porque ése era su trabajo, pero sobre todo, porque tenía un interés romántico en Lupe, la doméstica de los Sariñana…por cierto, ella lo correspondía bastante, de manera que era habitual ver la patrulla estacionada a conveniente distancia de la casa, eso sí, donde ella pudiera escuchar cuando la llamaran.
Largas horas de conversación y arrumacos tenían lugar a diario, mientras que el «pareja» de este policía (nunca supe el nombre de ninguno de los dos), se dedicaba a caminar las cuadras de la colonia, con lo cual cumplía su labor de vigilancia, acaso sin proponérselo.
Pero como este abnegado guardián del orden solía ir por las mañanas, cuando nosotros estábamos en la escuela, normalmente no lo veíamos.
En cambio, en la época de vacaciones –que coincidía con la de lluvias– lo veíamos prácticamente a diario, cuando todos los vecinos salíamos a jugar largas horas, mientras él cumplía religiosamente el ritual.
Claro que a eso de las dos o tres de la tarde, cuando nos llamaban a todos a comer, ya el cielo estaba muy nublado y, al poco, comenzaba a llover. De manera que en nuestra percepción infantil, ligábamos la presencia del uniformado con el agua…de ahí el apodo.
¿Y qué relación tiene esta simple historia con nuestra realidad, 30 años después?
Muy simple: es el contraste. El contraste con lo que ocurre hoy. En esa época, una parvada de 15 o 20 escuencles de entre 6 y 15 años, podía reunirse toda la mañana a jugar a gusto en la calle, sin correr riesgo alguno, mientras un policía municipal pasaba las horas ligando con la trabajadora doméstica de uno de los vecinos y su «pareja» andaba por ahí caminando.
Nadie tenía desconfianza. Las señoras sabían que no era necesario vigilar a los niños; que no les pasaría gran cosa, como no fuera un raspón o un golpe por el exceso de emociones en el juego. Sabían que ahí estaba un policía y que éste respresentaba de alguna manera una garantía. Nadie desconfiaba de él.
Hoy en cambio, los niños no pueden estar solos en la calle jugando, porque enfrentan mil peligros que escapan a las capacidades de sus padres. Por lo tanto, es mejor no dejarlos solos.
Pero además, la presencia de un policía (cualquier policía) ya dejó de ser sinónimo de confianza, para convertirse absolutamente en lo contrario, es decir, sinónimo de desconfianza.
Todos sabemos –o por lo menos intuímos– que casi cualquier policía está ligado con delincuentes de mayor o menor peligrosidad y no confiamos en ellos. Se acabó la época en la que el policía de barrio era una parte normal del panorama. Hoy, ver una patrulla incomoda.
Y todo esto forma parte del destejido fino de la sociedad, que nos ha llevado a los índices de violencia y descomposición que vivimos. De acurdo con funcionarios de la Sedesol, violencia y pobreza no son únicamente las causas de del deterioro del tejido.
También están la desconfianza (del todo justificada), en cualquier policía. Pero también en el sistema de justicia ¡Y cómo no!, si el 98 o 99 por ciento de los delitos no se castigan; si las cárceles están llenas de pobres a quienes se les fabrican o exageran delitos; si de nada sirve presentarse al Ministerio Público, porque esa supuesta institución de buena fe, termina viendo como delincuente a la víctima.
Y también hay desconfianza en torno a los políticos. Desconfianza más que justificada por los casos de corrupción y la ineficacia manifesta de numerosos políticos; por la falta de resultados en los Congresos federal y local; por el paso indiscriminados de los políticos de un partido a otro, sin importar nada la ideología; por la actitud opaca, cerrada y sectaria de los partidos políticos; porque la gran mayoría de los ciudadanos no ve resultados positivos de la democracia.
A ello, debemos agregar la discriminación que está extraordinariamente extendida en toda la sociedad y un creciente individualismo en todos los sectores económicos y sociales, que van minando el tejido social.
Reconstruirlo, entonces, no se limita sólo a que la gente tenga trabajo, sino a que se corrijan fallas estructurales así de profundas, que nos están afectando como sociedad.