Muchos piensan que la globalización es un fenómeno nuevo y que el concepto acuñado para describirla es aún más nuevo. Esta afirmación tiene una parte de verdad y otra que no lo es.
La parte cierta es que el concepto de «globalización» es de cuño relativamente reciente (tal vez unos 20 o 30 años), pero la globalización en sí misma es muy anterior a ello.
Baste con ver las relaciones comerciales que China o Japón tenían con otras regiones de Asia desde tiempos inmemoriales o bien todo el comercio que se realizaba entre distintos –y distantes– pueblos del Medio Oriente y de toda la Asia Menor. Lo mismo ocurría en el Imperio Romano que se extendía desde lo que hoy es España y la isla que hoy conocemos como Inglaterra, hasta bien entrada el Asia Menor y desde el norte de Europa hasta una buena parte del continente africano.
También había intensas relaciones comerciales entre los pueblos de la América precolombina y lo mismo hicieron los vikingos cuando empezaron a ganar poderío militar y naval, al extender sus dominios por todo el norte de Europa e incluso llegar a a América mucho antes que Colón.
Todos esos son hechos de globalización, pues había comercio entre distintas partes del mundo, con reglas y acuerdos entre regiones, aunque se negociaran a veces a través de las armas y el poderío militar y no resultaran justos para ambas partes.
La era de las colonizaciones entre los siglos XVI y XIX fue también parte de la globalización en su forma más abusiva, pero globalización al fin. Y quien no crea en ello, debe pensar por ejemplo en la ruta conocida como «La Nao de la China», ruta comercial establecida por el Imperio Español para traer y llevar artículos desde el Lejano Oriente hasta España, a través de México, mediante dos barcos: uno que iba y venía de China a Acapulco y otro que zarpaba de Veracruz a España y viceversa.
También destaca la Ruta de la Seda y sinfin de ejemplos que demuestran cómo la globalización, en su sentido de comercio entre países y regiones no es para nada una novedad.
Dicho lo anterior, es interesante notar cómo el comercio es el hilo conductor de este fenómeno, que tiende a unificar las regiones y los gustos. Hoy día, gracias al imperio del comercio internacional, parece atrasado quien no quiera aceptar tratos de esta naturaleza con otros países, aunque argumente que no le convienen y más aún, dicho argumento sea verdadero.
Además, el comercio internacional impone modas y maneras de comprar, que tampoco son lógicas, por ejemplo, la navidad.
Resulta que según la creencia católica, la Navidad (o Natividad), es el momento en que se recuerda el nacimiento de Jesucristo, identificado en esa fe como el hijo de dios mismo, salvador de la humanidad.
Para mayor ironía, este hijo de dios nació como ser humano pobre, para enfatizar la necesidad de ser humildes, probos y austeros en nuestro comportamiento diario, por contraposición a la opulencia de quienes ven en el dinero y el poder a un dios que en realidad no lo es.
Supuestamente, la Navidad es la ocasión de recordar el nacimiento de Jesucristo y con ello, honrar todos los valores que esta religión profesa (o debería profesar), que en nada se parecen al comercio desenfrenado.
Pero precisamente el comercio y más especialmente el comercio global, ha impuesto una moda absurda alrededor de esta celebración, aún en países de minoría o ausencia católica.
Totalmente ajena a la creencia religiosa, la celebración se ha tornado en comercio brutal, feroz, desenfrenado e incluso irracional, «obligando» a las personas a comprar y comprar para reglar a los demás, aunque se trate de personas que en lo individual nos resulten antipáticas, sólo porque todo el mundo lo hace.
Se trata de una costumbre que se ha generalizado en la mayor parte del mundo, precisamente porque a los comerciantes les conviene y lo impulsan desde todos los frentes y de manera orquestada.
La enorme mayoría de este pico comercial que se da en el mundo a finales de año, nada tiene que ver con los deseos y menos aún con las necesidades reales de las personas.
En navidad, por ejemplo, las familias se reúnen a cenar y preparan cantidades de comida muy superiores a sus necesidades, generando gastos que muchas veces desbalancean las economías domésticas, además de propiciar problemas de salud entre los cuales ganar peso innecesariamente es el menor de ellos. Se genera desperdicio en una celebración impuesta.
La misma familia, cuando se reúne en cualquier otro mes del año, por ejemplo para el cumpleaños de alguno de sus miembros, no prepara esas cantidades absurdas de comida, ni gasta dinero que no tiene en regalos que los demás aceptan, pero en realidad no deseaban ni mucho menos necesitaban.
Todo ello, es producto de un comercio orquestado que opera a nivel mundial y constituye, ese sí, la auténtica globalización.