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Fama efímera

Hace apenas algunos meses, se transmitió en alguna de las plataformas de contenidos para televisión una serie titulada «Merlina» o «Wednsday», como se llamó en inglés, que narra la historia de la hija de la familia Adams, conocida por la serie de televisión de hace más de 50 años.

En esta versión, vemos a la hija adolescente, una jovencita desequilibrada (como era de esperarse), totalmente ajena a cualquier tipo de emoción humana. Una adolescente incapaz de sentir empatía, aunque eso sí, cruel y despiadada.

La actuación de la jovencita que la interpreta es magnífica y el personaje está muy bien construido. Es una serie que vale la pena ver.

El caso es que en uno de los capítulos, ella va (contra su voluntad, claro), al baile escolar y, también contra su voluntad, baila de una manera muy peculiar, tanto, que le ganó una fama pública inusitada en las redes sociales.

Incluso una cantante conocida replicó el baile en sus redes y fue un éxito abrumador. Todo el mundo habló de eso…unos cuantos días.

Después, como todo en este mundo efímero, la fama se esfumó y hoy, algunos meses después, ya nadie parece recordarlo.

Tal vez tanta fama y atención, deben de pagar el precio en este mundo de redes sociales donde algo se pone de moda en un segundo y al siguiente segundo es desplazado, por algún otro fenómeno que se le sobrepone. Tal vez todo se debe a la infidelidad de los «seguidores», a quienes no les importa encumbrar a alguien con o sin razón (la mayoría de las veces sin ella) y al siguiente segundo olvidar a esa persona con idéntica facilidad.

Quizá la fama se debe a cosas que en realidad no valen tanto la pena. No demerito el trabajo de la actriz, del coreógrafo que puso el baile, de todos en la producción quienes lograron hacer de ésa, una escena memorable. Pero al final, se trata sólo de un baile que se hizo «viral» tan pronto como se olvidó.

Sería injusto comparar a esta escena y a la actriz con monstruos como Elvis Presley, que 50 años después de muerto sigue siendo famoso y cuyos bailes se recuerdan todavía en la actualidad. En ese sentido, me queda claro que la asimetría es enorme y por lo tanto no se pueden poner en la misma balanza.

Pero si de una sola escena de baile se trata, podríamos recuperar la escena del baile de John Travolta en «Fiebre de sábado por la noche». Conste que a diferencia de Merlina, que tiene varios capítulos y todos muy buenos, la película con música de los Bee Gees, es pésima: sin argumento, aburrida, simplona, burda, soporífera.

Eso sí, la música es extraordinaria y ni qué decir de la escena del baile. La película se estrenó en 1977 y todavía hoy, 46 años después, se recuerda esa escena que llevó a la fama al maestro Travolta. ¡Es impresionante! Y prácticamente todo el mundo (sin importar la generación a la que pertenezca) la conoce.

La escena se hizo famosa porque fue fabulosa, sensacional y nos mostraba a un bailarín fuera de serie, con toda una retórica que si bien hoy parece arcaica, impuso una moda que prevaleció por décadas y que aún hoy se recuerda con nostalgia…de la buena.

Cuando la película se estrenó, no existían las redes sociales; lo más que se podía pedir era leer las reseñas en los periódicos o las revistas de espectáculos o escucharlas en la radio. En la televisión era difícil ver la escena. Es decir, para conocerla de primera mano había que ir al cine.

Para los estándares de hoy, eso resulta casi imposible. No imagino la reacción que pudiera tener alguien de la generación Z, cuando si le dijeran algo como eso.

Y sin embargo, ésa escena del baile perdura todavía.

Tal vez la fama era otra cosa diferente en aquella época. Y tal vez las personas de antes eran más memoriosas que las de hoy. El hecho es que con todo lo fabulosa que es Merlina bailando, ya nadie la recuerda, mientras que al maestro Travolta todos lo recuerdan, incluso quienes nacieron muchos años después de la película.

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La risa de los malos

En muchas caricaturas, películas, obras de teatro  y series de televisión para niños, los personajes malos suelen estar perfectamente delineados y definidos, quizá para facilitar a la mente infantil su reconocimiento.

Por lo general, se trata de personajes que representan la maldad absoluta, la vileza más recalcitrante y la crueldad más acrisolada. No sólo se oponen al bien y a  sus representantes, sino que buscan perjudicarlos más allá de la situación que la trama exija; ¡los odian! Quieren que el bueno desaparezca de la faz de la tierra y que no quede de él ni el recuerdo de su nombre o, por el contrario, garantizar una mancha perpetua en la memoria colectiva sobre el recuerdo de su oponente.

En medio de esta retórica (que a veces se retoma en cierta medida en películas no infantiles),  normalmente los malos tienen una risa maléfica acorde a su condición, que usan a voz en cuello cuando planean una maldad, la ejecutan o la han concluido.

Se trata desde luego de risas discordantes, desagradables y carentes de alegría. Se diría más bien, risas histéricas, propias de quien no conoce la alegría y tiene el alma amargada, lo cual coincide del todo con la maldad.

Debe entenderse como un recurso retórico para enfatizar la perversidad y la descomposición del alma del personaje. Es una fórmula fácil para ayudarle a entender al espectador que el protagonista  es un ser despreciable en su totalidad.

Sin embargo, en la vida real hay personajes tan malos como los de las caricaturas, películas, obras de teatro y series de televisión, que jamás se ríen. Se trata de personas irritantes, desagradables, malintencionadas, viles, cobardes, ruines, crueles, despreciables, enfermas y malas, como los malos más malos que hayamos visto, pero que reptan entre nosotros.

Todos conocemos a alguien así. Uno de esos seres despreciables que parecen odiar a todo y a todos, especialmente a quienes tratan de salir adelante en esta vida compleja, de manera correcta. Esos que buscan dañar siempre a quien tiene buenos sentimientos y actúa de manera proba. Aquellos quienes le quitan lo suyo a quien ha trabajado por ello; sujetos que desprecian y le faltan al respeto a los demás, sólo porque ellos están amargados y quieren dañar a cualquiera.

Sujetos que nunca encuentran suficiencia en su vida. Personajes que roban, roban y vuelven a robar, a manos llenas, en cantidades groseras y que siguen haciéndolo mucho, pero mucho después de rebasar la línea de la exageración y todavía tienen el cinismo de llenar planas y planas de un cuaderno con la frase: «Yo merezco abundancia».

Se trata de individuos para quienes palabras como «escrúpulos», «decencia», «gratitud», «humildad», «justicia», «equilibrio» o «empatía», parecen conceptos ininteligibles acuñados en otro planeta, sin referencia alguna a la realidad.

Nada distinto de los personajes ficticios, pero con una diferencia: éstos malos no se ríen nunca y mucho menos cuando van a cometer, están cometiendo o acaban de cometer una de sus innumerables fechorías.

Ni siquiera la risa histérica acompaña a estos sujetos de los que hemos visto miles a lo largo de la historia. Son personas que han perdido todo contacto con lo humano y son incapaces de reír, porque su espíritu está demasiado echado a perder.

Puede que sean tan, pero tan cínicos que sí se rían de vez en vez, incluso a carcajadas (hemos visto en los periódicos muchas de fotos de este tipo), pero eso no indica ni mucho menos que se comporten como los personajes del cine, teatro, literatura o televisión. ¡Nunca!

Los malos no se ríen de sus fechorías ni de sus planes malévolos. Cabría preguntarse por qué en la ficción sí lo hacen.

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Y fueron felices para siempre

A contrapelo de lo demostrado por miles de millones de personas durante miles de años de historia humana, los cuentos de hadas siguen apostando por la vieja fórmula: «…y fueron felices para siempre».

La idea es asirse de lo más estrictamente humano: la esperanza. Aquél anhelo de conseguir lo imposible (o casi), que siempre ronda en la mente de las personas pese a la ínfima posibilidad de alcanzarlo.

Aún así, la fórmula se sigue utilizando sobre todo en el cine (muy particularmente de Hollywood), donde las comedias románticas tienen exactamente la misma estructura.

Si ves una, ya las viste todas.

La bella de la película suspira por el guapo equivocado, un ser cruel, despiadado e hipócrita, sin apenas notar que su amigo de siempre es quien verdaderamente la ama. El desesperado amante, quien no se atreve a confesar sus sentimientos, le hace ver que ella está en un error, y en consecuencia pelean.

En el último momento, ella reconoce que su amigo de siempre (ausente por ese instante), es en realidad su verdadero amor. Pera entonces, ya es casi imposible detener la boda, pero él heroicamente y venciendo indecibles dificultades, llega en el segundo preciso y hace detener todo.

Ambos huyen tras un prolongado beso que la multitud aplaude entusiasmada. El cruel novio se queda humillado, para beneplácito de los invitados, quienes ya habían notado que lo le correspondía la linda y agraciada bella de la película.

El argumento puede tener una o dos variantes, por ejemplo la «amiga» de la protagonista que le baja por un tiempo al verdadero enamorado; la madre castrante del muchacho que empuja a la pareja a una situación indeseable; las «amigas» que se revelan al final como víboras horribles…en fin.

De hecho la historia es la misma y, como se puede ver, es posible contarla en dos palabras.

Sin embargo, al cine de Hollywood la formulita le sigue funcionando y se producen innumerables películas con esta misma trama y sus pequeñas variantes. De hacho, es tal el volumen de producción, que conforma todo un género cinematográfico: la «comedia romántica».

Su tono es meloso; su trama sencillísima; su nudo conocido y su desenlace del todo previsible.

De hecho, costaria trabajo entender cómo hay público para todas y cada una de estas miles de variantes de la misma historia.

Aunque  una sola palabra (que ya utilicé líneas arriba) la explica: esperanza. Todos los seres humanos tenemos el anhelo de ser felices y si no para siempre, por lo menos ser felices en términos generales.

Como sabemos por experiencia propia y por la milenaria historia que nos antecede, que la felicidad es un estado difícil de adquirir, es factible compartir la esperanza de lograrlo plena, total y permanentemente a partir de algún momento en el lapso de nuestra vida.

Pero también, esta clase de «cine» –por así llamarle– cumple una función no del todo despreciable: a veces sirve para engancharse dos horas con una historia inocua y durante ese tiempo, olvidarse un poco de la fea realidad y todos sus aspectos ásperos, peligrosos, horrendos y contrarios a la bondad humana.

A lo largo de esta historia melosa y ultrasabida, el espectador puede observar detalles como los vestuarios, las locaciones, la actuación de alguno de los integrantes del reparto, el manejo de cámaras, la escenografía…¿qué se yo? Al fin y al cabo, la película es por todos conocida.

Así pues, el objetivo del entretenimiento que persiguen todas estas…piezas, tiene un aspecto rescatable, pues en última instancia, puede considerarse una herramienta para sobrellevar un poco la fealdad de la vida, que puede ser mucha.

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El mérito de Cuarón

Muchas películas de Alfonso Cuarón han demostraro que se trata de un director de cine talentoso y capaz. Sus habilidades son innegables, su talento también y su capacidad profesional salta a la vista.

Pero acaso uno de sus principales méritos ha sido saber relacionarse con Hollywood y comprender cómo opera el monstruo cinematográfico, para meterse en sus entrañas y destacar dentro de él.

Veamos:

El los más de 80 años que lleva la premiación de la Academia de Artes Cinematográficas, conocida popularmente como «Óscar», por el sombrenombre dado a la estatuilla dorada a que se hacen acreedores los ganadores, sin duda se han producido en el mundo cualquier cantidad de películas extremadamente mejores que muchas de las multipremiadas en ese concurso.

Directores, actores, productores, músicos, en fin, gente de la industria cinematográfica de todos los países del mundo que NO son Estados Unidos, han generado un número prácticamente infinito de películas de calidad, contenido, guión y características espectaculares. Su calidad no tiene discusión y, sin embargo, no han obtenido una sola estatuilla.

Sin ser especialista en cine –y por lo tanto so riesgo a cometer un error garrafal– aventuro una hipótesis: esto puede deberse en parte a que los premios son producto del consenso entre gente de la industria cinematográfica de Estados Unidos, más particularmente de Hollywood, es decir, personas con puntos de vista muy específicos, con fobias y filias no exentas de atavismos, prejuicios y nacionalismo recalcitrantes.

Por ejemplo, se dice (y no me consta, aclaro), que a Alejandro González Iñarritu en su momento le negaron el Óscar a mejor película extranjera por «Amores Perros», porque contenía numerosas y explícitas escenas de peleas de perros, lo cual los quisquillosos y bipolares jueces de Hollywood, encontraron impropio, aunque no encontraron impropio darle el Óscar en su momento a «El Padrino». a pesar de la escena de la cabeza cercenada del caballo purasangre en la cama ensangrentada de Woltz.

A nadie escapa que la Academia Cinematográfica, opera en cierta forma como una especie de «espejo» de la forma en que, en general, se comporta Estados Unidos, asumiéndose el principal país del mundo.

Ilustro el punto con otro ejemplo: el beisbol. Los equipos estadounidenses (y uno o dos canadienses), participan en dos ligas que, al final, producen un campeón por cada una, que se enfrentan cada año en la mal llamada «Serie Mundial de Beisbol».

Y en automático, Estados Unidos, erigido en una especie de Club de Toby del Beisbol, elimina toda competencia con el resto del mundo, pero en esa arrogancia que les caracteriza, ubica a uno de sus equipos como el campeón mundial, sin haberse enfrentado a equipo alguno de otra latitud.

Por eso, el mérito de Cuarón sobrepasa su indiscutible calidad cinematográfica: ha encontrado la manera de insertarse de forma exitosa en la industria, en el mismísimo Hollywood, para ser reconocido por la Academia, a pesar de ser mexicano.

No he visto «Gravity» y por lo tanto no puedo juzgarla. De antemano, conociendo trabajos anteriores de este director, asumo que es una buena película. Pero por los comentarios recogidos entre las personas que ya la vieron, deduzco que tiene mucho del clásico esquema hollywoodense donde nuestra heroína es una mujer común y corriente que de pronto se ve envuelta en una situación límite, de la cual escapa en el último segundo casi milagrosamente.

El machote de ese guión está en la sangre de Hollywood y seguirlo al pie de la letra a veces produce resultados favorables para algunos.

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Bajo la lluvia

Después de 61 años, la película de Gene Kelly, «Cantando bajo la lluvia», luce francamente ridícula y en especial fastidiosa, además de inverosímil y perfectamente ajena a los códigos cinematográficos de hoy en día.

En principio, nadie en sus cabales se pondría a cantar (y bailar) muy contento bajo la lluvia cuando ésta lo sorprende en la calle todo trajeado. Del todo inconcebible. A pesar de la fama mundial de ese producto hollywoodense de abril de 1952, mantiene una perfecta inconexión con la realidad.

De esas escenas en donde mi compañera de la universidad expresaba con grandes palabrotas y carcajadas su incredulidad y mi maestro de cine paraba la proyección para señalar: «¡Exacto! Esto es lo que NO se hace en cine. Cuando hay una de esas expresiones en la sala, la película ya está tan lejos de la realidad, que nadie se engancha. Ya se perdió».

Pero en algunas ocasiones es posible observar ciertos fenómenos desde un punto de vista un tanto distinto. Para los habitantes de las ciudades, acostumbrados a nuestros organizados ámbitos urbanos, funcionales, con drenaje y todo, siempre de prisa y en muchas ocasiones obligados por razones de trabajo a usar ropa formal, la lluvia puede tener una connotación negativa.

Es cierto, la lluvia es lluvia y nada más. A los seres humanos nos incomoda porque, en nuestra calidad de recién llegados al planeta, hemos tenido la desfachatez de asentarnos en muchos lugares donde ancestralmente la lluvia ha pasado con su fuerza sin molestar a la naturaleza, porque ésta ya sabe por dónde pasa el agua y se guarda muy bien de invadir sus cauces.

La humanidad, empero, arrogante e ignorante, se ha propuesto retar a la naturaleza en todas sus expresiones, incluyendo la lluvia. Así construimos grandes bonitas ciudades, pensando en que la lluvia es la excepción y no la regla, aunque el ritmo natural de las precipitaciones sea casi a diario durante varios meses del año.

Cuando una de esas tormentas nos sorprende en la calle, sin preparación, para conservar el traje lo mejor posible, a los citadinos sólo nos queda refugiarnos en algún porche a esperar a que pase la tormenta.

A diferencia de Gene Kelly, normalmente no salimos a cantar y bailar tap bajo la tormenta, sino que permanecemos refugiados tratando de conservar nuestras ropas y dignidad. Pero a veces, cuando el estado de ánimo lo permite, observar la lluvia sin calificarla es un ejercicio interesante.

Y es que, para un citadino, la lluvia muchas veces entorpece sus actividades y, en ese sentido, se le considera un fenómeno negativo, molesto o por lo menos entorpecedor. Pero realmente es un fenómeno natural. Tan natural como el día y la noche, el viento o las estaciones del año. Es ajeno a los pequeños seres humanos y sus ridículos afanes. Es algo que ha ocurrido durante millones de años en el mundo, muchos, muchos millones antes de que llegáramos aquí a sentar nuestros reales.

Ver una tormenta así, sin calificaciones ni presión por el tiempo que nos quita la lluvia es realmente interesante. Pensándolo bien, es notable el mecanismo de la naturaleza para reciclar el agua, elemento que, por más geniales y estudiosos que sean los científicos, no han podido recrear, aunque sepan perfectamente cómo está hecho.

Que el agua caiga del cielo, porque se había evaporado a partir de otra agua que había caído previamente, y que ésto sirva para que las plantas crezcan y el reino animal sobreviva, es verdaderamente un mecanismo no sólo ingenioso, sino sofisticado y elegante.

Y cuando tenemos ocasión de reflexionarlo y observar sin mala fe a la lluvia, se exprimenta una suerte de reconciliación. Ya no hay una sensación negativa porque la lluvia estropeó nuestros planes (aunque así haya sido realmente), sino se observa como normal. Y si nos incomoda, es porque hemos diseñado todo con base en nuestras extrañas comodidades, no acorde con el ambiente a nuestro alrededor.

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Argumento Vs, Anécdota

«El pequeño Nicolás» es una película francesa, homónima de una serie de libros de cuentos escritos en la primera mitad de la década de 1960, que relata las aventuras de un niño, precisamente llamado Nicolás, en su entorno escolar y familiar.

Se trata de una comedia de situaciones muy divertida con momentos verdaderamente brillantes en el género. A diferencia de las producciones de Hollywood, esta película francesa respeta a su público y nunca recurre a la vulgaridad, la bajeza, ni mucho menos la escatología, fuente inagotable del «humor» norteamericano.

Para efectos de alguna clase, fue necesario elaborar un pequeño trabajo acerca de esta película, que debía contener dos partes: un resumen de la película y una opinión personal –relativamente elaborada– sobre la misma.

Con alguna sorpresa confirmé la tesis de mi maestro de cine en la universidad: la gente confunde anécdota con tema.

Claramente, en esta película la anécdota consiste en que Nicolás (en ese momento hijo único), concluye equivocadamente que va a tener un hermanito y, junto con sus amigos de la escuela, urde un complicado e inservible plan para «deshacerse» de la criatura cuando llegue.

Precisamente la anécdota sirve para generar las confusiones de las que se nutre la comedia, aprovechando numerosos juegos de palabras muy típicas de la lengua de Voltaire

Por otra parte, el tema es la amistad, la lealtad y la vocación.

Muy simple.

Pero al ver los trabajos elaborados por los compañeros (algunos de ellos adultos, profesionistas e incluso mayores que yo), confirmé con cierto terror que NINGUNO distinguió una cosa de otra. En princpio,nadie supo distinguir el tema.

Hubo quien contestó que el tema de la película es la risa. Y en el otro extremo, alguien requirió dos cuartillas para contestar cuál era el tema del largometraje y, por supuesto, no ofreció una respuesta concreta.

El caso más dramático fue el de una persona que elaboró un confuso párrafo con el supuesto resumen de la película (un lamentable intento por explicar que «el niño tenía una mamá y un papá y una maestra e iban a ser papás» sic), que repitió textualmente para expresar su opinión personal sobre la película.

Recordé, pues, mis clases de cine en la universidad, donde el profesor nos decía que el tema, debe ser fácilmente expresable en una sola palabra. Por ejemplo: amistad.

Es cierto, no todo el mundo lleva clases de cine en la universidad ni en ningún momento de su vida, pero todos hemos ido al cine muchas veces y terminamos por comprender ciertas constantes del lenguaje cinematográfico. Lo que nos cuenta una película es, con mucha frecuncia, una historia lineal: planteamiento, nudo y desenlace.

Y como Hollywood se especializa es formas simples del cine, pensando en audiencias que no van a la sala cinematográfica a reflexionar, sno a pasar el rato –perspectiva del todo válida, por lo demás– cuesta trabajo comprender cómo hay personas que no han conseguido todavía darse cuenta de esas diferencias fundamentales.

 

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Ciudad Gótica II

Con su acostumbrado tino, capacidad de análisis y, sobre todo, resistencia titánica para leer siempre este espacio (gracias), mi buen amigo Adrián me hizo una observación inquietante sobre la entrega de ayer, titulada «Ciudad Gótica».

Recordé ahí lo que decía nuestro maestro de cine en la universidad, respecto a las películas que hacen al público exclamar: «¡Ay, sí. Cómo no! con incredulidad. Señalaba que ese era, precisamente, el momento en que el argumento se había perdido, porque ya no estaba conectado con ninguna realidad y por lo tanto, marcaba la hora de salir del cine.

Como nuestra política ha llegado ya a esos momentos absurdos (la foto de Jesús Zambrano y Gustavo Madero, juntos, alzándose los brazos mutuamente aparecen en las primeras páginas de los periódicos de hoy), convoqué también a salirnos del cine, ante el hartazgo de algo imposible, ridículo, inimaginable, antinatural, distanciado por años luz no sólo de la ética, sino de la más elemental realidad.

Pero he aquí la observación de mi buen amigo Adrián, aguda y sucinta, como de  costumbre: «Y no podemos salirnos del cine, porque tienen empeñadas nuestras pertenencias».

¡Demonios! Es verdad.

Entonces, lo que procede no es salirnos del cine, sino obligar al cácaro a cambiar la película.

Es indispensable que nos pongan una donde, al menos, podamos distinguir a los buenos de los malos. Con un argumento decente, donde los pleitos entre unos y otros no se conviertan en la distracción para que no nos demos cuenta de que, en realidad no pasa nada.

Necesitamos una película nueva, enriquecedora, que exhalte nuestros auténticos valores, sin cursilería, de manera elegante.

Ya no queremos (ni merecemos), seguir viendo ese vodevil de quinta, con personajes vulgares, situaciones absurdas y superadas, momentos grotescos y bochornosos, humor simple y de mal gusto.

Tampoco merecemos prolongar esa película de policías y ladrones que hemos visto en los últimos años, con profusión de bajeza, simplicidad y abundancia de sangre e imágenes grotescas de muerte y crueldad.

¡Basta ya de esa película donde todo se resume en que los personajes tratan de convencernos de que el otro es aún peor que él!

Llegó la hora de que obliguemos al cácaro, por el medio que sea, a que deseche todas esas películas viejas y recontravistas y exijamos como sociedad una película constructiva, con un buen guión, personajes bien llevados y con un final satisfactorio.

No quiere decir tampoco que nos pongan una película rosa, que no corresponde a nuestra realidad. Tenemos que construir entre todos una película adecuada, correcta, que responda a nuestras espectativas, a nuestra realidad, pero sobre todo, que nos dé una salida digna, como merecemos. Acorde con la grandeza de este país que ya se hartó de tener directores de cine mezquinos, productores más mezquinos, actores aún más mezquinos, pero eso sí, todos ricos y opulentos, meintras los espectadores se mueren de hambre.

Y si el cácaro nos sale con que no tiene esa película disponible, entonces hagámoslo a un lado y pongámonos a actuar nosotros mismos nuestra propia cinta, donde las cosas salgan bien.

Y tomemos nuestras pertenencias, proque precisamente son eso: nuestras pertenencias y nadie tiene por qué adjudicarse el derecho de custodiarlas en prenda.

No será fácil, pero seguro que nos sale algo mejor que esta película que ahora estamos viendo.

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