La narrativa de Mario Puzo es, sin duda, extraordinaria. Tal vez una de sus mejores virtudes como escritor, es la precisión absoluta con que dibuja a sus personajes en cualquiera de sus muchos sus libros, aunque su obra cumbre es «El Padrino», cuya edición de 2001 de Ediciones B, define al libro en su portada como «El gran clásico sobre la Mafia», desde luego con la imagen de Marlon Brando en su papel de Vito Corleone en la famosa película multipremiada.
Nada más vil que este mundo lleno de delincuencia, asesinatos, complicidades y sobornos a todos los niveles y de todos los tipos. En él se detallan los acuerdos inconfesables entre delincuentes y funcionarios públicos de todos los niveles y de todos los poderes. No hay duda que estos miembros de la Mafia son capaces de (casi) todo tipo de delitos, aunque aquí entra un matiz interesante, bien elaborado por Puzo, quien seguramente conoció en persona a varios de los personajes que aparecen en el libro y en la serie de películas clásicas dirigidas por Francis Ford Copola.
Es curioso que si bien se trata de delincuentes, éstos tienen un ambivalente sistema de valores. Por un lado, son capaces de cualquier cosa imaginable, por horrenda y despreciable que pueda pensar e incluso pueden cometer atroces crímenes con una gran frialdad. Pero al mismo tiempo, tienen valores morales muy bien establecidos y «el Padrino» pronuncia frases de profunda sabiduría, a pesar de su escasa preparación académica.
Es un personaje que desnuda al mundo tal cual es, con toda su crudeza que solemos esconder detrás de convencionalismos y de actitudes moralinas «políticamente correctas».
El libro en su conjunto es una maravilla y se puede abrir al azar; en cualquier página se encuentra algo interesante.
En ese ejercicio, he aquí algunas frases:
«Los abogados pueden robar más dinero con un portafolios, que un millar de hombres enmascarados y con pistolas».
«Pero el tiempo hace estragos en la gratitud, aún más que en la belleza».
El Padrino –explica Mario Puzo– «consideraba que las amenazas eran peligrosísimas y que la ira, si no había sido previamente meditada, era todavía más perjudicial que aquellas» (…) y tenía muy claro «que lo mejor era que el enemigo sobreestimara los fallos de uno y, mucho más, que los amigos subestimaran las virtudes».
El Don, como también le decían sus cercanos, instruye a Ton Hagen, su protegido y consejero: «Mira, Tom, no te equivoques. Todo es personal, incluso el más simple y menos importante de los negocios. En la vida de un hombre, todo es personal. Hasta eso que llaman negocios es personal».
«Si cedemos en detalles de poca monta, pronto nos obligarán a ceder en cuestiones de importancia. Es preciso desanimarles desde el principio. Igual debía haber hecho Europa con Hitler, nunca debieron haberle permitido ir tan lejos. En ciertas ocasiones, la permisividad es una auténtica fuente de graves problemas».
Nuestro personaje también instruye a su propio hijo, a quien trata duramente, aunque de manera amorosa (extraña ambivalencia): «Santino: nunca dejes que los que no pertenecen a la Familia, sepan lo que realmente piensas» y advierte también la importancia de la amistad: «La amistad lo es todo. La amistad vale más que el Gobierno. La amistad vale casi tanto como la familia. Nunca lo olvides».
(Por cierto es interesante la diferencia de matiz que implica el término «familia» –es decir, esposa, hijos, sobrinos, tíos, primos, etcétera– respecto a «Familia», entendida como miembros de la organización criminal).
Estas ambivalencias hacen de la obra algo fascinante: describe con absoluta perfección a esos seres capaces de cualquier cosa, con un desprecio absoluto por la integridad física y la vida de sus enemigos, pero cruzados por un sistema de valores tan aparentemente sólido, tan familiar, que resulta del todo incompatible con su propia forma de vida y, sobre todo, con los «negocios» truculentos, en los que participan.
De hecho, algunas de las sentencias de este cotradictorio mafioso, resultan útiles para cualquier persona en cualquier escenario, incluso dentro de la legalidad.
(Hagen) «había aprendido del mismo Don el arte de la negociación. ‘Nunca te enfades –le había repetido miles de veces–. No profieras amenaza alguna. Razona con la gente'».
Desde luego, este consejo es válido para cualquier negocio lícito y en cualquier circunstancia, pero la oscuridad del personaje se revela en seguida, en el mismo párrafo.
«El arte del razonamiento consistía en desoír todos los insultos, todas las amenazas, algo así como poner la otra mejilla. Hagen había visto al Don sentado en una mesa de negociaciones durante ocho horas, tragando insultos, tratando de persuadir a un hombre testarudo para que cambiara su punto de vista sobre determinado asunto. Al final de las ocho horas, Don Corleone había levantado las manos en señal de desesperanza, y dirigiéndose a los otros hombres de la mesa, había dicho: ‘Es totalmente imposible razonar con este individuo’ y acto seguido levantarse para salir de la habitación. El hombre testarudo había palidecido de terror. Alguien corrió a convencer al Don para que regresara a la mesa de negociaciones. El acuerdo se había realizado, pero dos meses más tarde, el individuo testarudo había aparecido mortalmente herido en su barbería favorita».
La obra resulta, por esa ambivalencia de los personajes, una maravilla que se disfruta. La lectura es fácil, rápida y profundamente lúdica. Es uno de esos libros que nadie debería perderse.