Que la privatización sería el remedio: falso.
Que la alternancia democrática sería el remedio: falso.
Que la competencia internacional sería el remedio: falso.
Después de décadas de “luchar” contra la corrupción, la corrupción sigue ahí, instalada y rebosante, gorda y rolliza como un cerdo puesto en engorda para ser cocinado con una gran manzana roja en el hocico para navidad.
La corrupción, alimentada desde el gobierno y con numerosos engranes hacia abajo, sigue presente en la sociedad mexicana, como lo ha estado desde hace siglos.
No tengo referencias suficientes sobre lo que pasaba en la época precolombina, pero es de suponerse que en un Estado imperial, guerrero y sacerdotal, cuyo poder central recibía grandes tributos de territorios vastísimos y a una distancia enorme, el funcionamiento día a día del poder se viera influido por corrupción de algún tipo.
Durante la época de la Colonia, no hay duda que la corrupción fue una gran compañera. Con un sistema que dividía salvajemente en clases sociales a todos, incluyendo a los blancos, y donde el poder de la Corona era representado por virreyes a una distancia enorme del poder central y con grandes riquezas a la mano, la corrupción, obviamente, era una cuestión de todos los días.
De hecho, la explicación histórica de la vergonzante derrota que sufrieron los españoles frente a los ataques piratas del siglo XVII y XVIII en la fortificada Cartagena de Indias (hoy Colombia), es la corrupción, merced a la cual, no había municiones, soldados ni defensa previstas para la ciudad, a pesar de la enorme muralla, diseñada para hacer “impenetrable” la ciudad.
En el Museo Naval de Cartagena, se refiere este pasaje de la historia y se recoge una frase en boga en la época, que los corruptos usaban para justificarse cuando alguien les reprendía, señalando el temor que le debían a dios y la Corona. Los corruptos, cínicamente, decían “el cielo y España están muy lejos”.
Pese a la presencia del Virrey y del Oidor en turno, es de suponerse que en México la cosa no fuera muy diferente.
Y tan no lo era, que por eso se generó el movimiento de Independencia, que usó a los indígenas como pretexto y carne de cañón, sólo para cambiar de manos el poder por la fuerza de las armas.
El siglo XIX es ejemplo de múltiples excesos, donde la corrupción fue el común denominador. Por ejemplo, cuando Iturbide se hizo llamar Emperador, o cuando un grupo de traidores arropó al ingenuo Maximiliano para instaurar una monarquía tipo europeo.
Qué decir de la corrupción durante la época del Porfiriato, cuando la auténtica riqueza del país se aglutinaba en las manos de 300 personas. Una época, en la que menos del 2 por ciento de la población, era dueña de más del 90 por ciento del territorio nacional; cuando la riqueza de algunos era superior a la de los más grandes magnates europeos, cuando miles morían de hambre en todo el país (más o menos como hoy).
La Revolución tuvo su origen en esta desigualdad brutal generada por la corrupción.
Y aunque las riquezas cambiaron de manos y ciertamente hubo algún reparto del botín, el poder, el auténtico poder, siguió funcionando a partir de las reglas brutales de la corrupción, que no están escritas, pero todos conocen y entienden y muchos practican.
A finales del siglo XX, los excesos del poder y la corrupción llevaron a nuevas crisis y a algunos grandilocuentes discursos para combatir la corrupción, si bien con pocos resultados.
He ahí, por ejemplo, “La Renovación Moral de la Sociedad”, slogan de una supuesta política pública que instauró Miguel de la Madrid a lo largo de su presidencia en los años 80 y que dio por resultado nada.
O bien la espectacular captura de “La Quina”, líder de los petroleros muy al inicio del sexenio de Carlos Salinas, que supuestamente terminaría con la corrupción en el sindicato de Pemex y donde la corrupción persiste hoy día robusta y rechoncha.
El golpe dado al sindicato de maestros, cuando la caída de Jongitud, sólo para ser sustituido por Elba Esther Gordillo, a quien muchos consideran la personificación misma de la corrupción, quien hoy también está encarcelada, mientras en el sindicato del magisterio nada se ha movido.
Ya pasaron más de 25 años de las grandes privatizaciones promovidas en tiempos de Salinas y ahí están los escándalos de corrupción en los bancos reprivatizados, en otras empresas anteriormente estatales y hoy privadas, en los contratos entre el gobierno y cientos de empresas privadas.
Así pues, la privatización probó no ser el remedio.
Ni qué decir de la alternancia democrática. Pasaron dos sexenios con un gobierno de un partido distinto al que gobernó por 70 años y durante esos 12 años la corrupción persistió y presentó la cara siniestra de la delincuencia y la impunidad galopantes, acompañada de sus horrendas hermanas, la violencia y la destrucción del tejido social.
Decenas de escándalos de corrupción fueron protagonizados lo mismo por unos que por otros, tanto en el poder como en la esfera privada y lo hemos visto con todos los partidos imaginables.
Así pues, la alternancia democrática probó no ser el remedio.
Gigantescos consorcios internacionales dedicados al giro financiero y bancario, a la cuestión petrolera, a la minería, a la construcción de infraestructura, al comercio, a la producción de alimentos y un largo etcétera, están y estuvieron involucrados en bochornosos actos de corrupción, donde los cómplices eran altos ejecutivos de “prestigio” internacional y altos funcionarios públicos.
Así pues, la competencia internacional probó no ser el remedio.
Hoy está en boga el Sistema Nacional Anticorrupción y su hermana la Ley General de Transparencia, supuestas medidas para acabar con la corrupción.
Se trata, otra vez, de fingidos intentos por acabar con un flagelo con el que –está probado—nadie en el poder quiere acabar, porque representa un negocio millonario.
Y la historia nos demuestra que, desde el poder, la corrupción es harto lucrativa, así que por sistema, debemos sospechar de cualquier intento por acabar con ella, que venga desde el poder, poder porque –como hemos constatado mil veces—será simplemente una cortina de humo.
Para acabar con la corrupción, tenemos que romper el engranaje que baja desde el poder, en círculos cada vez más pequeños, hasta la sociedad y a la gente de a pie. El día que todos actuemos siempre de acuerdo a la norma y que nadie se quiera pasar de listo en lo más mínimo y que nadie acepte dar o recibir dinero o cualquier otra cosa a cambio de algo irregular, ese día se acaba la corrupción. No antes.