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El don del servicio

Como si se tratara de alguna especie exótica del Amazonas, con características verdaderamente raras y en grave peligro de extinción, la voluntad de prestar un servicio al público es cada vez más difícil de encontrar, especialmente entre las personas que a eso se dedican: a atender al cliente.

Si alguien lo duda, baste invitarlo a que marque el número de servicio al cliente de cualquier empresa, lo mismo da si fabrica cualquier clase de bienes u ofrece el servicio que usted guste.

Lo primero que el cliente escuchará es una grabación que ratifica lo mucho que a esa compañía le importa uno…¡Mentira!

Inmediatamente después, comenzará a escuchar un carrusel de opciones: «Si desea reportar una falla, marque 1; si desea reponer su producto, marque 2….» y así por el estilo, hasta el número 8 o 9. Lo más probable es que ninguna de las opciones cumpla con lo que uno desea, especialmente, si el sufrido cliente necesita hablar con un ser humano para hacer un planteamiento que no aparece entre las opciones.

Pero volvamos al menú principal de la grabación. Digamos que uno marca el número 2, no porque necesite uno reponer el producto, como dice la opción, sino que uno desea, por ejemplo, cambiar el producto porque el modelo «A», que compró, no es del tamaño necesario y quiere uno cambiarlo por el modelo «B».

(Sobra decir, por cierto, que este tipo de situaciones deberían resolverse en la tienda donde uno hizo la compra, pero quien está en la tienda para darle servicio al público no sirve en realidad para maldita la cosa, porque lo manda a uno a llamar a la empresa fabricante).

Así pues, uno marca la referida opción 2, porque es la única que tiene más o menos, una remota semejanza con lo que uno quiere hacer.

Lo más fácil es que cuando uno marca la opción 2 del menú principal, la grabación conduzca a una nueva grabación con otras opciones, que podríamos llamar «submenú». Para seguir el ejemplo, es posible que al marcar la opción 2 del menú principal, la grabación se parezca a esto: «Si usted desea reponer el producto porque se averió, marque 1; porque presenta una falla de origen, marque 2; porque le faltan piezas, marque 3; porque no le gustó el color, marque 4″…y así un largo etcétera, que nunca incluye, «ninguna de las anteriores».

Para este momento, uno ya lleva 5 minutos en la línea y no ha escuchado hablar, en ningún momento, de que será atendido por una persona.

Digamos que el sufrido usuario tiene hígado de titanio y es capaz de soportar todo este suplicio de opciones absurdas. Tal vez, al final, logre superar todas las barreras y 15 minutos después de iniciar la llamada, logra que un ser humano conteste del otro lado de la línea. Por cierto, este escenario se debe entender como un ejercicio hipotético, porque lo más probable es que no ocurra.

Pero en fin, si el ser humano contesta finalmente, lo primero que va a preguntar es «¿Cómo se encuentra hoy?»

¡Vaya pregunta poco inteligente!, por decir lo menos. ¿Cómo se encuentra un cliente en esa condición?: Frustrado y seguramente furioso.

En fin, uno se traga la molestia frente a tamaña tontería, en aras de conseguir el objetivo. Lo que sigue a eso es un diálogo de sordos, donde seguramente no se resolverá el problema.

La razón para ello es sencilla: la persona que contesta en el área de «Servicio al cliente» de X empresa, no trabaja para esa empresa, sino para un «call center», que le presta servicio a esa empresa. En ese call center, el joven que contesta (es un trabajo ocupado sobre todo por jóvenes con muy escasa preparación y ninguna voluntad de servir) recibe una lámina con las frases que debe de decirle al cliente y las respuestas que le debe de dar, se adapten o no a lo que el cliente quiere o pregunta.

Así las cosas, en el ejemplo que llevamos, uno pregunta: «¿Cómo hago para cambiar del Modelo A, al Modelo B?»

El joven del otro lado de la línea, lo primero que buscará es alguna de las muchas respuestas que tiene en su hoja-manual, sin siquiera haber prestado atención a lo que uno le dijo. Es posible que conteste, por ejemplo: «Solo se puede hacer cambio si el producto presenta una falla»

Por supuesto que el cliente dirá: «Entiendo. El producto no falla, sólo quiero cambiar del Modelo A al Modelo B. ¿Qué puedo hacer?» Como el joven del otro lado no tiene ninguna intención, ni mucho menos voluntad de resolver nada, oirá la pregunta, pero no la escuchará. Desde luego ni pensar que se ponga en los zapatos del cliente, porque el cliente es una de las 150 mil cosas que no le importan en su vida.

Se limitar a releer la respuesta que dio antes, sin el menor rasgo de empatía: «Solo se puede hacer cambio si el producto presenta una falla».

A partir de ahí comienza un intercambio de necedad, donde el cliente invariablemente perderá. Porque todo está diseñado para NO darle servicio al cliente. Sencillamente, estos instrumentos humanoides que se usan para contestar el teléfono, están adiestrados (uso deliberadamente el verbo) para no resolverle nada al cliente, porque las empresas no se interesan en dar servicio.

Simplemente, el servicio no está considerado por las empresas, sin importar que su razón de ser sea dar servicios, como una aseguradora o un banco.

De manera muy excepcional, con tan poca probabilidad como encontrar una rana anfibia amarilla con pintas rojas, venenosa, de 5 centímetros que vive dentro de una planta carnívora del Amazonas y sólo sale una noche al año a buscar pareja, uno encontrará una empresa que tiene interés de servir al cliente y cuente entre sus empleados, con seres humanos pensantes que escuchen a la persona y sean capaces de darle una respuesta sensata y acorde con la necesidad concreta.

Volviendo al ejemplo, pero en el supuesto de que la empresa sí quiera atender a sus clientes, en el número de servicio al cliente contesta un empleado de la propia empresa, sin grabación de por medio. Ése empleado, tendrá la instrucción de resolver el problema y sabrá de antemano qué opciones tiene.

Así que primero escuchará al cliente y una vez planteado el problema, tendrá un respuesta. Digamos que esa persona sabrá (porque escuchó lo planteado) que uno quiere cambiar el Modelo A por el B. Entonces dirá algo parecido a esto: «Sí, claro. Sí podemos. Lo único que debe de hacer es presentarse en uno de nuestros centros de servicio con la nota de compra en la mano y el producto sin daños visibles por alguna caída o uso abusivo» y procederá a preguntar dónde se encuentra el cliente, para facilitarle la dirección y horarios de atención del centro de servicio que más le convenga.

Si este es el extraño caso, la llamada llevará tres o cuatro minutos a lo mucho y dejará a un cliente satisfecho, casado con la marca hasta el fin de sus días.

Pero esto es cada vez más raro, porque el don del servicio, como la ranita del Amazonas, está en peligro de extinción y escasea mucho.

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La cara del hereje

«La necesidad tiene cara de hereje» solía decir mi mamá.

En mi infancia, esa frase no me resultaba muy clara, en particular porque no conocía del todo el significado y alcance de la palabra «hereje», si bien con los años la dimensioné correctamente.

Hoy pienso que la «herejía» a la que hace referencia esa frase, tiene matices y no necesariamente se refiere al sentido religioso de la palabra; mucho menos alude al significado más profundo de la infidelidad reclamada por los cruzados.

Pero la frase sirve para explicar que, cuando las personas son aguijoneadas por la auténtica necesidad, son capaces de hacer cosas impresionantes e increíbles.

Es el caso de un joven que encontré hoy, quien es el ejemplo perfecto de hasta dónde puede un ser humano utilizar su fuerza y su voluntad para salir adelante.

En el edificio donde están las oficinas de la empresa donde trabajo, los baños están en los entrepisos, junto a las escaleras.

En uno de los descansos de las escaleras, entre el sexto y el séptimo piso, encontré a este joven, de unos 20 o 21 años de edad, tal vez, sentado en una posición increíblemente incómoda, realizando complicados cálculos matemáticos en su cuaderno, a partir de algunos ejercicios sugeridos en un libro.

Se ayudaba con su teléfono celular, en la modalidad de calculadora, para realizar las complejas operaciones.

Callado, apurado y certero, prácticamente ha aprendido a sortear, sin distraerse, el intenso tráfico de personas que circula a diario por ese incómodo y desagradable lugar, pues cada vez que alguien entra o sale del baño, respira los olores correspondientes, siempre desagradables.

Preocupado por su integridad física, le ofrecí subir a la oficina a hacer su tarea, siempre que pueda, porque al menos tendrá un espacio más digno para realizar sus deberes escolares.

Su mirada es la de alguien que ha aprendido las dificultades de la vida demasiado pronto y con demasiada virulencia.

Su voz y su lenguaje corporal, corresponden a quien acostumbra desconfiar de todo y de todos, por pura precaución.

Es cierto que me agradeció de buen grado la oferta y que la aceptó, por lo menos en el terreno declarativo. Incluso una sombra de alivio pasó como nube viajera por su mirada en ese breve diálogo.

Y a manera de justificación de por qué hace la tarea en tan incómodas e inapropiadas condiciones, me explicó que «ya no tengo a mis papás y tengo dos trabajos».

A su primer trabajo entra a las 3:00 de la tarde y sale a las 7:00 de la noche; al segundo, entra a las 9:00 de la noche y sale a la 1:00 de la mañana. Al día siguiente, a las 11:0o de la mañana va a la escuela, de donde sale a la 1:00 de la tarde, para inmediatamente después trasladarse a su primer trabajo (en el edificio donde también se encuentra la empresa donde yo mismo trabajo), donde aprovecha un ratito para hacer tarea, y luego continuar con su extenuante jornada.

No quiero imaginar el sufrimiento que para ese joven implica tanto esfuerzo. No se trata sólo del feroz desgaste físico, cuyos horrendos complementos no me platicó, pero puedo suponer. Es decir, no es difícil intuir que su alimentación está muy lejos de ser adecuada, su descanso también muy lejos de ser correcto y sus condiciones de vida generales (casa, sustento, transporte, etcétera), no son precisamente las mejores.

Sin embargo, el joven hace el esfuerzo porque sabe que nadie vendrá a su rescate. Porque TIENE que hacerlo. Porque nadie habrá que le diga: «¡Detente!; no te preocupes, yo te ayudo».

Él sabe que su única posibilidad es él mismo. Su esfuerzo y su trabajo constante.

Por eso, se parece al «hereje» de la frase de mi mamá. La necesidad lo obliga y él simplemente hace lo que hace (suicida, dirían algunos), porque no le queda más remedio. Su «herejía» consiste en no cansarse nunca o hacer como si no se cansara nunca, para decirlo mejor.

Porque sabe que no puede vencerse, hasta lograr algo más sólido y más estable.

¡Qué diferencia con los muchachos que lo tienen todo resuelto! Aquellos que todos los días se levantan a la hora que les da la gana y sencillamente se enfilan al refrigerador para sacar de ahí algunas grandes viandas para llenar su pancita y luego vagar cuanto les dé la gana,  acompañados de su inseparable y gorda cartera, llena a costa de la suerte o el esfuerzo de sus padres, quienes además, como un «plus», le dan su cariño, aunque a veces –hay que decirlo– también su indiferencia.

Para estos últimos, sería impensable una sola jornada como la que el joven aquí descrito hace todos los días, quién sabe cuántos días a la semana y a cambio de qué ridículas pagas y, probablemente, sin seguridad social.

Quienes defienden conceptos como «flexibilidad laboral» o «primer empleo», deberían ver casos como este, de alguien que con todo adverso, decide esforzarse y tratar de salir adelante a partir de su fuerza física, pero sobre todo, de su voluntad.

Y queda claro que este joven no se vencerá nunca. Sé con plena certeza, que terminará sus estudios y conseguirá el empleo que realmente desea. Logrará sus objetivos y saldrá adelante. Porque las dificultades no lograron vencer sus convicciones; al contrario, las fortalecen.

Para él, debe resultar increíble y ridículo ver a otros de su edad convertidos en «Ninis», pues realmente él ha encontrado la manera de salir adelante, frente al escenario más negro que puede enfrentar un ser humano.

Ojalá más personas tuvieran tal voluntad y tal compromiso.

 

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El compadre del gobernador

Todos sabemos que la corrupción y la impunidad son madre e hija, hermanas siamesas o, por lo menos, sostienen una relación simbiótica enfermiza, que beneficia a los malos y perjudica a los buenos.

Cuando ambos vicios llegan a extremos incontrolables o como mínimo monstruosos, cuesta trabajo distinguir cuál fue primero y cómo una alimenta a la otra. Pero sí está bien claro que para luchar contra ambas, se debe empezar siempre por la impunidad.

En cuanto los castigos empiezan a llegar, la corrupción comienza a perder terreno, hasta que desaparece o, por lo menos, disminuye gravemente, pues quien quiera entrar en ella sabrá, con plena certeza, que quien la hace, la paga.

Y cualquiera me dirá –no sin razón– que eso es muy fácil de explicar en seis líneas, pero muy difícil de llevar a la práctica. Y sí lo es.

Porque no sólo se requiere una inmensa voluntad y mucho valor para enfrentar las resistencias, sino herramientas legales en las cuales sustentar las acciones, para evitar que abogados pillos (también inmersos en la corrupción), coludidos con jueces pillos, saquen de la cárcel a quien debería estar dentro y metan a quien debería estar libre.

Sobre este tema, platiqué hoy con el comisionado del Instituto Nacional de Transparencia, Joel Salas, quien me recordó algo que, esencialmente, todos sabemos (por lo menos en los países de América Latina), pero no solemos recordar o no con la frecuencia y la insistencia deseables.

Me recordó que «la gente sabe dónde están los problemas. La gente sabe quién es el compadre del alcalde, del regidor o del gobernador que se beneficia de las licitaciones públicas, que se beneficia con la obra que se va a hacer en tal ayuntamiento, que se beneficia vendiéndole el medicamento a tal hospital».

Porque evidentemente, ése ha sido el esquema en la región casi desde que el mundo es mundo.

En Cartagena de Indias, Colombia, se dice que los piratas ingleses tuvieron éxito al  conquistar la Ciudad Amurallada en el siglo XVIII, que para la época era un prodigio de tecnología de defensa, porque merced a la corrupción imperante, la guardia militar jamás estuvo lista ni contó con parque para enfrentar al enemigo.

Y eso se debió a que los colonizadores ricos y los funcionarios locales, haciendo gala de cinismo, reconocían que era un tanto pueril seguir las normas, porque no había a quién rendirle cuentas. Si alguien les recordaba al emperador (el rey de España), o peor aún, a dios, ellos sonreían divertidos y afirmaban que «el emperador está muy lejos y dios está muy arriba».

 

El caso es que, como bien señala el comisionado Salas, efectivamente la gente sabe muy bien quién está coludido con quién y cómo, pero las personas no se toman la molestia de denunciarlo, porque saben que no habrá consecuencias.

No importa si alguien se da a la tarea, por ejemplo, de conseguir el expediente de una obra que iba a realizarse en seis meses y terminó llevándose año y medio, con un costo cuatro veces superior al presupuesto original. Y no importa conseguir el expediente, mientras la denuncia deba presentarse ante la Contraloría Municipal, después de que acabó el trienio del alcalde y esa instancia sea «incapaz» de presentar debidamente las pruebas ante la autoridad judicial.

Todos sabemos que eso no funcionará jamás y nunca habrá culpables en la cárcel.

Por eso, además de la voluntad de acabar con las porquerías, hacen falta reglas claras y fáciles, que le den a la población la capacidad de denunciar al compadre que saben que se beneficia de la obra pública iniciada por el alcalde o el gobernador, y el gobernante sufra consecuencias penales por eso.

Ese día, se estará acabando la impunidad y cualquier funcionario lo pensará dos veces antes de adjudicarle a su compadre la obra o de comprarle las medicinas para el hospital estatal a su compinche de siempre, cuyos negocios todo mundo conoce en la comarca.

Porque en ese momento, si bien dios seguirá estando tan arriba como lo estaba en el siglo XVIII cartagenero, las autoridades estarán mucho más cerca de lo que estaba por entonces el emperador. Y será justo el momento cuando sí importará que la gente se lo diga a las autoridades: «¡Cuidado: la obra pública fulana de tal, se le adjudicó al compadre del gobernador!»

Y si las autoridades cuentan con las herramientas y la voluntad, entonces investigarán y meterán a la cárcel a quien amerite, para evitar un gasto innecesario y garantizar que la obra pública cumpla con las normas, se realice en el tiempo correcto y cueste lo que debe de costar. Nada más, pero nada menos.

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Voluntad y camino

El equivalente estadounidense al muy mexicano «querer es poder», señala que «cuando hay voluntad, hay camino».

Básicamente la idea es similar y particularmente me gusta esa expresión, porque habla del proceso para conseguir el objetivo, más que del objetivo en sí mismo.

Pero más allá de discusiones retóricas, estas expresiones nos ayudan a comprender por qué en una megalópolis como la ciudad de México, con más de 22 millones de habitantes y casi 20 municipalidades añadidas por la fuerza de la realidad, aunque formen parte de otra entidad administrativa, persisten problemas que no deberían existir.

Uno de los más sintomáticos es, sin duda, el sistema de transporte público. Su inviabilidad es evidente y prueba de ello la sufren a diario millones de personas quienes deben viajar en transportes caros, sucios, inseguros (en todos sentidos) y conducidos por bestias humanoides harto peligrosas.

La falta de un sistema eficaz de transporte, hace que moverse de un lado hacia otro resulte caro, difícil, lento y tortuoso.

Y a quien diga que no, debería bastarle un simple retro. Afirmo que al cumplirlo, cualquiera comprenderá que si no hay camino, es porque no hay voluntad.

Me explico:

La Ciudad de México o Distrito Federal, está conformada por 16 delegaciones políticas (municipalidades), que en conjunto forman la ciudad.
A su alrededor, asociados por el crecimiento de la mancha urbana, se encuentran otros 22 municipios, que forman parte del Estado de México, pero en la práctica, hacen un solo núcleo urbano con la Ciudad de México.

Dados los tamaños geográficos del Distrito Federal y el Estado de México, la gente vive en su gran mayoría en el Estado de México y trabaja en el Distrito Federal. Esto obliga a millones a trasladarse todos los días, de ida y vuelta, a veces en recorridos que quizá fluctúen de los 10 a los 50 kilómetros.
Estas cifras ya son de por sí para dar miedo y constituyen un verdadero milagro diario en sí mismas, porque tal flujo diario es verdaderamente un reto descomunal.

Pero lo sería mucho menor si hubiera un poco de voluntad de abordar el problema del transporte de una manera más amplia, con auténtico sentido metropolitano.

Porque resulta que el transporte público en la Ciudad de México y en los 22 municipios conurbados (la frontera en la práctica no existe), opera con reglas distintas.

Eso hace que viajar de un punto a otro, a veces a distancias relativamente cortas, se convierta en un suplicio y consuma grandes cantidades de tiempo y de dinero para el sufrido viajero.

Por ejemplo, en los taxis, el solo hecho de cruzar la frontera entre ambas demarcaciones, misma que en la práctica ni siquiera se ve, represente un gasto extraordinario, asociado con abusos y prácticas de competencia desleal, invariablemente pagaderas por el usuario, nunca por el taxista.

Pero también propicia que los policías de uno y otro lado, proclives a la extorsión y otras prácticas irregulares, se solacen en detener a los taxistas, sólo por cometer la imprudencia de cruzar al territorio del otro.

Ahí es, precisamente, donde la falta de voluntad no ha construido el camino. En realidad, nada justifica que los taxis operen con reglas distintas, si en realidad se trata de la misma mancha urbana.

Y prueba de que sí se pueden homologar las reglas, es la verificación de emisión de gases contaminantes de los vehículos. Todos los autos tienen que pasar idénticas pruebas en ambos lados de la frontera entre el Distrito Federal y el Estado de México.

Si en eso es posible que las autoridades de ambas entidades actúen bajo los mismos criterios, también debería ser posible que lo hagan en el caso del transporte público.

Pero hace falta voluntad.

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Está bien, pero…

«De lo perdido, lo que aparezca» dice el dicho, y conforme a ese principio, no está mal que el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, haya anunciado hace unos días una serie de medidas encaminadas a disminuir la presión contra los inmigrantes irregulares, que podría beneficiar a cerca de 5 millones de mexicanos.

La buena noticia es que, con estas medidas, se pone fin de inmediato a la ola de deportaciones iniciada durante el gobierno del actual presidente de Estados Unidos  y que llevó por ese camino a más de 2 millones de personas, con un incalculable costo social y económico, por la separación violenta de familias.

Y, claro, la otra buena noticia es que casi 5 millones de personas dejarán de sufrir ante la posibilidad de regularizar su situación, siempre que cumplan una batería de condiciones establecidas en las medidas administrativas.

El anuncio del presidente Obama, quien con ello inició una abierta confrontación con el nuevo Congreso estadounidense de mayoría republicana, es un muy buen complemento a una Acción Diferida (DACA, por sus siglas en inglés), que ya había beneficiado a unos 600 mil estudiantes que hubieran llegado de niños a Estados Unidos, traídos por sus padres.

Pero los especialistas en migración hacen ver dos detalles de no poca importancia, en medio de la euforia levantada por el anuncio del presidente de hace unos día.

En principio, el DACA es una medida administrativa que no abre un camino a la ciudadanía y que permanecerá vigente conforme a la voluntad del presidente de Estados Unidos en turno…con toda la inestabilidad que eso supone.

En segundo lugar, las nuevas medidas que dictó el presidente en uso de su facultad ejecutiva, si bien abarcan a un número de personas y constituyen desde luego un alivio para millones de familias, dejan fuera a un grupo tampoco despreciable y que no tiene prácticamente ninguna posibilidad.

Se trata de los padres de los jóvenes beneficiarios de la Acción Diferida, quienes no cuenten con hijos nacidos en Estados Unidos, pues no podrán presentar sus solicitudes para hacerse acreedores a las nuevas medidas anunciadas por el gobierno de Obama y a quienes tampoco benefician las medidas incluidas en la Acción Diferida.

Esto es: un grupo gran de excluidos de ambas opciones, quienes seguirán sometidos a la presión de ser indocumentados y «a vivir en las sombras», como dice el propio presidente Obama, aunque eso sí, pagando impuestos.

Porque el mito de que las personas que no tienen documentos no pagan impuestos, es uno de los más fáciles de combatir, mediante el ejercicio más simple del mundo, cuya metodología de un solo paso no tiene pierde: pregúntenle a cualquier mexicano que ustedes conozcan en Estados Unidos si paga impuestos. Encontrarán que invariablemente, la respuesta es «sí», con independencia de la calidad migratoria del entrevistado.

Y estas personas, a pesar de pagar impuestos, no alcanzan a cumplir los requisitos establecidos en las nuevas medidas dictadas por el presidente y por ello, siguen enfrentando el miedo y la posibilidad real de ser deportados o –peor aún– acusados de delitos y enviados a la cárcel.

Así pues, estas nuevas medidas son muy bienvenidas por su potencial de protección, pero son insuficientes.

 

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