¿Racionales?

Muy orgullosos, y hasta soberbios, los seres humanos solemos describirnos a nosotros mismos como «racionales». Nos diferenciamos de los animales –decimos– en que pensamos y podemos organizarnos en sociedad y transformar nuestro mundo, además de que somos capaces de abstracciones increíbles, como la que se lleva a cabo en el momento en que yo escribo esto y alguien me hace el favor de leerlo.

Decimos de nosotros mismos, que nuestra capacidad intelectual y nuestra disposición de alma son tales, que podemos crear arte; es decir, tomar el mundo que nos rodea, mezclarlo con nuestras propias emociones e inteligencia y aportar algo nuevo, bello y diferente a todo lo ya creado.

En verdad todo esto es cierto y ahí están miles o cientos de miles de obras materiales e inmateriales para demostrarlo. Ahí está la capacidad del ser humano para abstraerse hasta el punto de la fe, la cual realmente produce resultados increíbles, sea cual fuere el credo de que se trate.

Si bien todo esto es estrictamente cierto y es la pura verdad, también tenemos un lado oscuro que contrasta de manera violenta con la racionalidad, hasta ponerla en duda.

Si somos capaces de comprender a través de la ciencia la monumental obra de la naturaleza que significa nuestro propio cuerpo (maquinaria de inverosímil complejidad e indescriptible eficacia) y somos capaces también, de conectarnos con lo sobrenatural a través de la gigantesca abstracción de la fe, ¿cómo podemos al mismo tiempo ser tan irracionales como para matar a un ser humano?

Y peor aún, ¿cómo podemos ser tan, pero tan irracionales como para matar a cientos o a miles con un solo artefacto?

Los seres racionales por excelencia, han pasado cientos de miles de años ideando formas increíbles de transformar la naturaleza a su favor. Y hoy día, en plena era tecnológica, esa carrera ha llegado a extremos que cuesta trabajo comprender.

Pero al mismo tiempo, su lado oscuro, su truculento lado oscuro, ha llevado al hombre también a idear formas cada vez más crueles y eficaces para acabar con la vida de otros hombres, sin importar sexo, religión o edad.

Cegados por la ambición, la envidia, la soberbia y la intolerancia, los hombres se comportan de maneras peor que irracionales; de maneras más crueles y bajas que el más fiero de los depredadores en la naturaleza. Somos la única especie que mata sin necesidad apremiante.

A diferencia de los más crueles depredadores en la naturaleza, de las fieras más temibles, de los animales más calculadores y fríos, los seres humanos no matamos para comer o para defendernos; matamos porque sí y matamos por estupideces totalmente ajenas a nosotros mismos, por abstracciones absurdas en nada relacionadas con nuestra vida y nuestros anhelos personales.

Así, miles van a las guerras, siguiendo las órdenes de líderes ensoberbecidos y necios, que dicen defender «la democracia», «la libertad», «el orgullo nacional», «la soberanía» u otros intangibles. Y los seres humanos van a las guerras provistos de armas cada vez más destructivas y pavorosas. Muchos van con fusiles de asalto, armas automáticas o rifles de alto poder, capaces de disparar decenas de balas en un segundo. Van con vehículos equipados con cañones cuyas balas pueden destrozar un edificio.

Y llevan barcos, aviones, tanques y otros vehículos donde se transporta la muerte por miles.

Pero lo más grave del caso, es que en su loca carrera por acabar con la humanidad, la propia humanidad ha desarrollado instrumentos de muerte de un poder devastador…y hoy los hay por miles: las bombas nucleares.

¿Cómo puede la humanidad seguir sosteniendo que está conformada por seres «racionales», cuando subsisten miles de ojivas nucleares en el mundo, capaces de destrozar el planeta varias veces, con sólo apretar un botón?

¿Cómo pueden dormir tranquilos los líderes de países que tienen en su poder semejante clase de armamento mortal? ¿Cómo los habitantes de un país con poderío nuclear, pueden vivir normalmente y hacer su vida cotidiana, a sabiendas de que duermen junto a instrumentos de muerte capaces de acabar en un segundo con cientos de miles de vidas?

Pero aún más grave. El ser humano a llegado a un grado de destrucción tal, que las víctimas terminan sintiéndose culpables.

En un documental sobre Hiroshima y Nagasaki, se ven los testimonios de dos mujeres sobrevivientes: una, tenía 21 años de edad y un bebé de un año cuando estalló la bomba. Refiere que acababa de subir al tranvía cuando detonó la maldita arma. Sin saber qué pasó, salió volando varios metros, pero aferró al bebé en sus brazos para tratar de salvarlo. Cuando finalmente pudo «incorporarse» vio al pequeño que, pese a tener la cara destrozada, le sonrió. Minutos después –dice la mujer– todavía tenía leche materna, de manera que amamantó al bebé, quien murió poco después de alimentarse. «¡Yo maté a mi bebé; lo envenené con mi leche contaminada!», refiere la pobre mujer, quien para el momento en que se filmó el documental –no hace mucho tiempo– era ya una anciana de avanzadísima edad.

Otro testimonio es también sobrecogedor. Una mujer, que en agosto de 1945 era una niña de 8 años de edad, estaba en la escuela cuando detonó la bomba en Hirosima. Su escuela estaba a orillas del río y ella consiguió salvarse gracias a la feliz circunstancia de que estaba sentada en la esquina de su salón, justo donde las dos paredes se juntaban, lo cual la protegió de la destrucción, pues la columna a su espalda fue lo único del inmueble que quedó en pie.

Al momento del impacto se aferró a su banca y permaneció en el mismo lugar tras la onda expansiva de la bomba, pero su maestra y sus compañeros no tuvieron la misma suerte. Quedó como idiotizada por la luz y la fuerza de la bomba, pero sobre todo, por la impresión de lo ocurrido. Cuando recobró un poco de presencia de ánimo, se levantó y comenzó a caminar entre los restos de la escuela, sembrada de los cadáveres de sus compañeros y de algunos que estaban gravemente heridos y quemados. La temperatura de la bomba era avasalladora y todos le pedían agua, de manera que sólo atinó a tomar alguna cosa que encontró a su paso y podría servir para acarrear agua; se fue al río tomó agua y la comenzó a darle de beber a quienes aún estaban con vida. Sin excepción, todos murieron.

Llorando, la que después se convirtió en una anciana, confiesa ante las cámaras: «¡Yo maté a mis compañeros con esa agua contaminada de radiación!»

Ni la mujer del bebé, ni la niña de primaria mataron a nadie. Pero pasaron sus vidas, largas vidas, no sólo sufriendo en carne propia los estragos de una bomba y cargando las heridas correspondientes, sino sufriendo en sus almas una culpa que no era suya. Y así miles.

Éso es lo que hacen las guerras y las armas de destrucción masiva. Y aún así, el ser humano se llena la boca de describirse como «racional». ¡Qué vergüenza!

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Archivado bajo Economía, Educación, Política, Sociedad

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