Y 14 años después…

El 1 de diciembre de 2000 fue histórico para México. Ese día, inició su gobierno el primer presidente emanado de un partido distinto al Revolucionario Institucional, que se había mantenido en el poder (con distintos nombres), prácticamente desde que concluyó la Revolución, es decir, casi por un siglo.

La proeza parecía inalcanzable, aunque muchos habían soñado toda su vida con ella e incluso habían muerto soñando en un México sin PRI. Se creía (hoy sabemos ingenuamente), que la llegada de un partido distinto al poder, sería suficiente para romper las grandes redes de complicidades y oscuros secretos que rodeaban a ese partido y sus personajes aún más oscuros.

En el imaginario popular, estaba un futuro recompuesto, con nuevas alternativas y opciones, con una sociedad más justa, equilibrada y legal, donde la ley se aplicara por igual a todos y donde los otrora poderosos desaparecerían para siempre de la escena, con toda su parafernalia, lambisconería, burocracia y complicidades inconfesables.

Con Vicente Fox a la cabeza, el Partido Acción Nacional (un partido de derecha, cuyo nombre procedía de su homónimo de ultraderecha en la España de la preguerra civil), conseguía hacerse del poder, prácticamente con un acuerdo unánime, sin discusión, en unas elecciones concurridas y del todo transparentes, como las que no se habían visto en décadas.

Todo parecía completo y muchos tuvieron la ilusión de un mundo democrático y mejor, sobre el cual construir una patria más equilibrada y donde los beneficios de una economía más estable, llegaran a todos.

Además –hay que decirlo en justicia– el país que entregó Ernesto Zedillo, el predecesor de Fox, estaba económicamente bien. Crecía al 7 por ciento anual, tenía un nivel de deuda muy manejable, la inflación era ya de un dígito y contaba con variables macroeconómicas de primer mundo.

Pero pronto comenzó a emerger una realidad con la que nadie había contado: Vicente Fox fue un excelente candidato, pero era un pésimo presidente. En realidad, visto en retrospectiva, hoy queda clara su ausencia absoluta de proyecto, especialmente, en materia de combate a la corrupción, tarea en torno a la cual se limitó a pronunciar una de sus pueriles frases coloquiales («ahora sí, vamos a pescar a los peces gordos»).

Como esta pesca nunca se realizó, y pronto la gente acostumbrada a la corrupción se dio cuenta, sus viles prácticas continuaron, mientras el gobierno miraba para otra parte.  Más aún, las corruptelas crecieron, se hicieron más escandalosas e involucraron ahora a los funcionarios del nuevo gobierno, a quienes la imaginación popular crecía si no incorruptibles, por lo menos medianamente decentes.

Pero no fue así. En realidad, la corrupción fue igual o peor que con los priístas, porque siguiera estos últimos eran cínicos, mientras los otros eran mochos, pero corruptos, es decir, hipócritas.

La corrupción fue de tal magnitud, que alcanzó para que el Estado organizara unas elecciones fraudulentas en complicidad con los «poderes fácticos» del dinero y el poder, quienes se aliaron para imponer a un individuo que claramente no ganó en las urnas.

Como era de esperarse, el resultado fue no sólo más corrupción, sino que ésta engendró una hija monstruosa: la impunidad, una forma potenciada de negatividad social.

De nada valían las denuncias hechas por quien fuera contra quien sea. Sencillamente, si se estaba bien con el poderoso en turno, no pasaba nada y la corrupción y la impunidad continuaban a pleno galope, acompañadas de la violencia desenfrenada e irracional, llevándose a los ciudadanos entre las patas, como los caballos en «La Bola» de la Revolución.

Fue tan escandalosamente malo todo ese periodo,  entre el 1 de diciembre de 2000 y el 30 de noviembre de 2012, que la gente decidió, mejor, volverle a dar la oportunidad al PRI.  ¡A ese grado!

Hoy ya pasaron un año y 10 meses de que otro priísta asumiera la Presidencia. Mucho se puede hablar de corrupción y poco se ha hecho al respecto.

Pero hoy, justamente hoy, sale el Partido Acción Nacional a presentar la propuesta de un gran sistema nacional anticorrupción, cuyo objetivo es acabar con este flagelo de la sociedad.

Lo curioso es que lo proponen cuando ya dejaron el poder, cuyos 12 años de ejercicio no les bastaron para implementar una de dos acciones: poner a trabajar la maquinaria entonces existente para combatir la corrupción, o bien sustituirla por una nueva y más funcional. Cuando tuvieron el Poder Ejecutivo en sus manos no se decidieron y por el contrario, acrecentaron ese flagelo.Y sus ejemplos fueron tanto o más escandalosos que los de sus predecesores, con el agravante de la doble moral.

Ahora, casi 14 años después, se les ocurre que es buena idea combatir la corrupción y presentan una propuesta de una gran cruzada nacional contra la corrupción. Con la retórica modernizada, cuesta trabajo no recordar la «Renovación moral de la sociedad», de Miguel de la Madrid Hurtado.

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